miércoles, 31 de octubre de 2018

Semana de Halloween: Día 7

Una confesión encontrada en una prisión de la época de Carlos II
Charles Dickens

Tenía el grado de teniente en el ejército de Su Majestad y serví en el extranjero en las campañas de 1677 y 1678. Concluido el tratado de Nimega, regresé a casa y, abandonando el servicio militar, me retiré a una pequeña propiedad situada a escasos kilómetros al este de Londres, que había adquirido recientemente por derechos de mi esposa. Ésta será la última noche de mi vida, por lo que expresaré toda la verdad sin disfraz alguno. Nunca fui un hombre valiente, y siempre, desde mi niñez, tuve una naturaleza desconfiada, reservada y hosca. Hablo de mí mismo como si no estuviera ya en el mundo, pues mientras escribo esto están cavando mi tumba y escribiendo mi nombre en el libro negro de la muerte. Poco después de mi regreso a Inglaterra mi único hermano contrajo una enfermedad mortal. Esta circunstancia apenas me produjo dolor alguno, pues casi no nos habíamos relacionado desde que nos hicimos adultos. Él era un hombre generoso y de corazón abierto, de mejor aspecto físico que yo, más satisfecho de la vida y en general amado. Los que por ser amigos suyos quisieron conocerme en el extranjero o en nuestro país, raras veces seguían viéndome mucho tiempo, y solían decir en nuestra primera conversación que se sorprendían de encontrar dos hermanos que fueran tan distintos en sus maneras y aspecto. Acostumbraba yo a provocar esa declaración, pues sabía las comparaciones que iban a hacer entre ambos y, como sentía en mi corazón una enconada envidia, trataba de justificarla ante mí mismo. Nos habíamos casado con dos hermanas. Este vínculo adicional entre nosotros, tal como lo considerarían algunos, en realidad sirvió sólo para apartarnos más. Su esposa me conocía bien. Nunca, estando ella presente, mostré mis celos o rencores secretos, pero aquella mujer los conocía tan bien como yo. Nunca, en aquellos momentos, levanté mi vista sin encontrar la suya fija en mí; nunca miré al suelo o hacia otra parte sin tener la sensación de que seguía vigilándome. Para mí era un alivio inexpresable cuando disputábamos, y fue un alivio todavía mayor cuando, encontrándome en el extranjero, me enteré de que había muerto. Tengo ahora la sensación de que era como si se hallara suspendida sobre nosotros una extraña y terrible prefiguración de lo que ha sucedido desde entonces. Tenía miedo de ella, me obsesionaba; su mirada fija vuelve ahora hacia mí como el recuerdo de un sueño oscuro, haciendo que se enfríe mi sangre. Ella murió poco después de dar a luz a un hijo, un niño. Cuando mi hermano supo que había perdido toda esperanza de recuperación en su propia enfermedad, llamó a mi esposa junto a su lecho y confió el huérfano a su protección, un niño de cuatro años. Legó al niño todas las propiedades que tenía y escribió en el testamento que, en caso de que muriera su hijo, las propiedades pasaran a mi esposa como único reconocimiento que podía hacerle de sus cuidados y amor. Cambió conmigo unas cuantas palabras
fraternales, deplorando nuestra prolongada separación y, hallándose agotado, se hundió en un sueño del que nunca despertó. Nosotros no teníamos hijos, y como entre las hermanas había existido un afecto profundo, y mi esposa había ocupado casi el lugar de una madre para aquel muchacho, lo amaba como si ella misma lo hubiera tenido. El niño estaba muy unido a ella, pero era la imagen de su madre tanto en el rostro como en el espíritu, y desconfió siempre de mí. No puedo precisar la fecha en la que tuve por primera vez aquella sensación, pero sé que muy poco después empecé a sentirme inquieto cuando estaba junto a aquel niño. Siempre que salía de mis melancólicos pensamientos, lo encontraba mirándome con fijeza, pero no con esa simple curiosidad infantil, sino con algo que
contenía el propósito y el significado que con tanta frecuencia había observado yo en su madre. No se trataba de un resultado de mi fantasía, basado en el gran parecido que tenía con ella en los rasgos y la expresión. Jamás lo sorprendí con la mirada baja. Me tenía miedo, pero al mismo tiempo parecía despreciarme instintivamente; y aunque retrocediera ante mi mirada, tal como solía hacer cuando estábamos a solas, aproximándose a la puerta seguía manteniendo fijos en mí sus ojos brillantes. Es posible que me esté ocultando a mí mismo la verdad, pero no creo que cuando comenzó todo aquello hubiera pensado yo en hacerle mal alguno. Quizá considerara lo bien que nos vendría su herencia, y hasta puede que deseara su muerte, pero creo que jamás pensé en lograrla por mis propios medios. La idea no me llegó de repente, sino poco a poco, presentándose al principio con una forma difusa, como a gran distancia, de la misma manera que los hombres pueden pensar en un terremoto, o en el último día de su vida, que luego se va acercando más y más, perdiendo con ello parte de su horror e improbabilidad, y luego toma carne y hueso; o mejor dicho, se convierte en la sustancia y la suma total de todos mis pensamientos diarios y en una cuestión de medios y de seguridad; ya no existe el planteamiento de cometer o no el hecho. Mientras todo aquello sucedía en mi interior, no podía soportar que el niño me viera mientras yo lo miraba, pero una fascinación me arrastraba a contemplar su cuerpo ligero y frágil pensando en lo fácil que me resultaría hacerlo. A veces me deslizaba escaleras arriba y lo observaba mientras dormía, pero lo más habitual era que rondara por el jardín
cerca de la ventana de la habitación en la que se hallaba inclinado realizando sus tareas, y allí, mientras él permanecía sentado en una silla baja al lado de mi esposa, yo lo miraba durante horas escondido detrás de un árbol: escondiéndome y sorprendiéndome, como el infeliz culpable que era, ante el menor ruido provocado por una hoja, pero volviendo a mirar de nuevo. Muy próxima a
nuestra casa, pero lejos de nuestra vista, y también de nuestro oído en cuanto el viento se agitara mínimamente, había una extensión profunda de agua. Empleé varios días en dar forma con mi navaja a un tosco modelo de bote, que por fin terminé y dejé donde el niño pudiera encontrarlo. Me oculté entonces en un lugar secreto por el que tendría que pasar si se escapaba a solas para hacer navegar el juguetito, y aguardé allí su llegada. No llegó ni ese día ni al siguiente, aunque esperé desde el mediodía hasta la caída de la noche. Estaba convencido de haberlo apresado en mi red, pues lo oí hablar del juguete, y sé que, en su placer infantil, lo guardaba a su lado en la cama. No sentía cansancio ni fatiga, sino que esperaba pacientemente, y al tercer día pasó junto a mí corriendo gozosamente con sus cabellos sedosos al viento y cantando, que Dios se apiade de mí, cantando una alegre balada cuyas palabras apenas podía cecear. Me deslicé tras él ocultándome en unos matorrales que crecían allí y sólo el diablo sabe con qué terror yo, un hombre hecho y derecho, seguía los pasos de aquel niño que se aproximaba a la orilla de agua. Estaba ya junto a él, había agachado una rodilla y levantado una mano para empujarlo, cuando vi una sombra en la corriente y me di la vuelta. El fantasma de su madre me miraba desde los ojos del niño. El sol salió de detrás de una nube: brillaba en el cielo, en la tierra, en el agua clara y en las gotas centelleantes de lluvia que había sobre las
hojas. Había ojos por todas partes. El inmenso universo completo de luz estaba allí para presenciar el asesinato. No sé lo que dijo; procedía de una sangre valiente y varonil, y a pesar de ser un niño no se acobardó ni trató de halagarme. No le oí decir entre lloros que trataría de amarme, ni le vi corriendo de vuelta a casa. Lo siguiente que recuerdo fue la espada en mi mano y al muerto a mis pies con manchas de sangre de las cuchilladas aquí y allá, pero en nada diferente del cuerpo que había contemplado mientras dormía... estaba, además, en la misma actitud, con la mejilla apoyada sobre su manecita. Lo tomé en los brazos, con gran suavidad ahora que estaba muerto, y lo llevé hasta una espesura. Aquel día mi esposa había salido de casa y no regresaría hasta el día siguiente. La ventana de nuestro dormitorio, el único que había en ese lado de la casa, estaba sólo a escasos metros del suelo, por lo que decidí bajar por ella durante la noche y enterrarlo en el jardín. No pensé que había fracasado en mi propósito, ni que dragarían el agua sin encontrar nada, ni que el dinero debería aguardar ahora por cuanto yo tenía que dar a entender que el niño se había perdido, o lo habían raptado. Todos mis pensamientos se concentraban en la necesidad absorbente de ocultar lo que había hecho. No existe lengua humana capaz de expresar, ni mente de hombre capaz de concebir, cómo me sentí cuando vinieron a decirme que el niño se había perdido, cuando ordené buscarlo en todas las direcciones, cuando me aferraba tembloroso a cada uno de los que se acercaban. Lo enterré aquella noche. Cuando separé los matorrales y miré en la oscura espesura vi sobre el niño asesinado una luciérnaga, que brillaba come el espíritu visible de Dios. Miré a su tumba cuando lo coloqué allí y seguía brillando sobre su pecho: un ojo de fuego que miraba hacia el cielo suplicando a las estrellas que observaran mi trabajo. Tuve que ir a recibir a mi esposa y darle la noticia, dándole también la esperanza de que el niño fuera encontrado pronto. Supongo que todo aquello lo hice con apariencia
de sinceridad, pues nadie sospechó de mí. Hecho aquello, me senté junto a la ventana del dormitorio el día entero observando el lugar en el que se ocultaba el terrible secreto. Era un trozo de terreno que había cavado para replantarlo con hierba, y que había elegido porque resultaba menos probable que los rastros del azadón llamaran la atención. Los trabajadores que sembraban la hierba debieron pensar que estaba loco. Continuamente les decía que aceleraran el trabajo, salía fuera y trabajaba con ellos, pisaba la hierba con los pies y les metía prisa con gestos frenéticos. Terminaron la tarea antes de la noche y entonces me consideré relativamente a salvo. Dormí no como los hombres que despiertan alegres y físicamente recuperados, pero dormí, pasando de unos sueños vagos y sombríos en los que era perseguido a visiones de una parcela de hierba, a través de la cual brotaba ahora una mano, luego un pie, y luego la cabeza. En esos momentos siempre despertaba y me acercaba a la ventana para asegurarme de que aquello no fuera cierto. Después, volvía a meterme en la cama; y así pasé la noche entre sobresaltos, levantándome y acostándome más de veinte veces, y teniendo el mismo sueño una y otra vez, lo que era mucho peor que estar despierto, pues cada sueño significaba una noche entera de sufrimiento. Una vez pensé que el niño estaba vivo y que nunca había tratado de asesinarlo. Despertar de ese sueño significó el mayor dolor de todos. Volví a sentarme junto a la ventana al día siguiente, sin apartar nunca la mirada del lugar que, aunque cubierto por la hierba, resultaba tan evidente para mí, en su forma, su tamaño, su profundidad y sus bordes mellados, como si hubiera estado abierto a la luz del día. Cuando un criado pasó por encima creí que podría hundirse. Una vez que hubo pasado miré para comprobar que sus pies no hubieran deshecho los bordes. Si un pájaro se posaba allí me aterraba pensar que por alguna intervención extraña fuera decisivo para provocar el descubrimiento; si una brisa de aire soplaba por encima, a mí me susurraba la palabra asesinato. No había nada que viera o escuchara, por ordinario o poco importante que fuera, que no me aterrara. Y
en ese estado de vigilancia incesante pasé tres días. Al cuarto día llegó hasta mi puerta un hombre que había servido conmigo en el extranjero, acompañado por un hermano suyo, oficial, a quien nunca había visto. Sentí que no podría soportar dejar de contemplar la parcela. Era una tarde de verano y pedí a los criados que sacaran al jardín una mesa y una botella de vino. Me senté entonces, colocando la silla sobre la tumba, y tranquilo, con la seguridad que nadie podría turbarla ahora sin mi conocimiento, intenté beber y charlar. Ellos me desearon que mi esposa se encontrara bien, que no se viera obligada a guardar cama; esperaban no haberla asustado. ¿Qué podía decirles, con lengua titubeante, acerca del niño? El oficial al que no conocía era un hombre tímido que mantenía la vista en el suelo mientras yo hablaba ¡Incluso eso me aterraba! No podía apartar de mí idea de que había visto allí algo que le hacía sospechar la verdad. Precipitadamente le pregunté si suponía que... pero me detuve. -¿Que el niño ha sido asesinado? -contestó mirándome amablemente-. ¡Oh, no! ¿Qué puede ganar un hombre asesinando a un pobre niño? Yo podía contestarle mejor que nadie lo que podía ganar un hombre con tal hecho, pero mantuve la tranquilidad, aunque me recorrió un escalofrío. Entendiendo equivocadamente mi emoción, ambos se esforzaron por darme ánimos con la esperanza de que con toda seguridad encontrarían niño -¡qué gran alegría significaba eso para mí!- cuando de pronto oímos un aullido bajo y profundo, y saltaron sobre el muro dos enormes perros que, dando botes por el jardín, repitieron los ladridos que ya habíamos oído. -¡Son sabuesos! -gritaron mis visitantes. ¡No era necesario que me lo dijeran! Aunque en toda mi vida hubiera visto un perro de esa raza, supe lo que eran y para qué habían venido. Aferré los codos sobre la silla y ninguno de nosotros habló o se movió. -Son de pura raza -comentó el hombre al que había conocido en el extranjero-. Sin duda no habían hecho suficiente ejercicio y se han escapado. Tanto él como su amigo se dieron la vuelta para contemplar a los perros, que se movían incesantemente con el hocico pegado al suelo, corriendo de aquí para allá, de arriba abajo, dando vueltas en círculo, lanzándose en frenéticas carreras, sin prestarnos la menor atención en todo el tiempo, pero repitiendo una y otra vez el aullido que ya habíamos oído, y acercando el hocico al suelo para rastrear ansiosamente aquí y allá. Empezaron de pronto a olisquear la tierra con mayor ansiedad que nunca, y aunque seguían igual de
inquietos, ya no hacían recorridos tan amplios como al principio, sino que se mantenían cerca de un lugar y constantemente disminuían la distancia que había entre ellos y yo. Llegaron finalmente junto al sillón en el que yo me hallaba y lanzaron una vez más su terrorífico aullido, tratando de desgarrar las patas de la silla que les impedía excavar el suelo. Pude ver mi aspecto en el rostro de los dos hombres que me acompañaban. -Han olido alguna presa -dijeron los dos al unísono. -¡No han olido nada! -grité yo. -¡Por Dios, apártese! -dijo el conocido mío con gran preocupación-. Si no, van a despedazarle. -¡Aunque me despedacen miembro a miembro no me apartaré de aquí! -grité yo-. ¿Acaso los perros van a precipitar a los hombres a una muerte vergonzosa? Ataquémosles con hachas, despedacémoslos -¡Aquí hay algún misterio extraño! -dijo el oficial al que yo no conocía, sacando la espada-. En el nombre del Rey Carlos, ayúdame a detener a este hombre. Ambos saltaron sobre mí y me apartaron, aunque yo luché, mordiéndolos y golpeándolos como un loco. Al poco rato ambos me inmovilizaron, y vi a los coléricos perros abriendo la tierra y lanzándola al aire con las patas como si fuera agua. ¿He de contar algo más? Que caí de rodillas, y con un castañeteo de dientes confesé la verdad y rogué que me perdonaran. Me han negado el perdón, y vuelvo a confesar la verdad. He sido juzgado por el crimen, me han encontrado culpable y sentenciado. No tengo valor para anticipar mi destino, o para enfrentarme varonilmente a él. No tengo compasión, ni consuelo, ni esperanza, ni amigo alguno. Felizmente, mi esposa ha perdido las facultades que le permitirían ser consciente de mi desgracia o de la suya. ¡Estoy solo en este calabozo de piedra con mi espíritu maligno, y moriré mañana!

FIN
Del libro "Para leer al anochecer"

martes, 30 de octubre de 2018

Semana de Halloween: Día 6

La duna
Stephen King

Cuando el juez sube al kayak bajo un radiante cielo matutino, proceso lento y premioso que requiere casi cinco minutos, se dice en una de sus reflexiones que el cuerpo de un viejo no es más que un saco de achaques e indignidades. Hace ocho décadas, cuando tenía diez años, se subía de un salto a la canoa de madera y soltaba amarras, sin voluminoso chaleco salvavidas ni preocupaciones, y desde luego sin el calzoncillo húmedo por las pérdidas de orina. Por entonces cada excursión a la pequeña isla sin nombre, a doscientos metros de tierra firme en las aguas del golfo, semejante a un submarino a medio sumergir, comenzaba con una gran emoción teñida de desasosiego. Ahora quedaba solo el desasosiego. Y un dolor que parece nacer en lo más hondo de sus entrañas e irradiarse en todas direcciones. Pero continúa emprendiendo esa excursión. Muchas cosas han perdido su encanto en estos últimos años lúgubres —casi todas—, pero no la duna del extremo opuesto de la isla. La duna, jamás. En los primeros tiempos de su exploración temía que desapareciera después de cada gran tormenta, y tras el huracán de 1944, que hundió el buque de la armada Warrington frente a Vero
Beach, tuvo la certeza de que así había sido. Pero cuando el cielo aclaró, allí seguía la isla. Y también la duna, pese a que los vientos de casi doscientos kilómetros por hora deberían haberse llevado toda la arena, dejando solo las rocas desnudas y las prominencias coralinas. A lo largo de los años el juez se ha preguntado muchas veces si la magia está en él o en la isla. Quizá esté en ambos, pero sin duda la mayor parte reside en la duna. Desde 1932 ha cruzado ese corto estrecho miles de veces. Por lo regular encuentra solo rocas, matorrales y arena, pero de vez en cuando hay algo más. Acomodado por fin en el kayak, rema lentamente desde la playa hasta la isla, su pelo encrespado y blanco se agita en torno a su cráneo casi calvo. Unos cuantos urubúes vuelan en círculo sobre él, enfrascados en su desapacible conversación. Antaño era el hijo del hombre más rico en la costa del golfo de Florida; luego fue abogado; luego fue juez de primera instancia en el condado de Pinellas; luego ocupó el cargo de magistrado del Tribunal Supremo del estado. Durante el mandato de Reagan se habló de su posible nombramiento para el Tribunal Supremo de Estados Unidos, pero ese momento no llegó, y una semana después de que el idiota de Clinton accediera a la presidencia, el juez Harvey Beecher —«juez» a secas para sus muchos conocidos (no tiene verdaderos amigos) de Sarasota, Osprey, Nokomis y Venice — se retiró. Bah, total nunca le gustó Tallahassee. Es un sitio muy frío. Además, está muy lejos de la isla, y de su peculiar duna. Durante esas excursiones en kayak por la mañana temprano, mientras surca a remo la corta distancia por aguas quietas, está dispuesto a admitir que es adicto a la isla. Pero ¿quién no sería adicto a algo así? En el abrupto lado oriental, una mata nudosa crece en la hendidura de una roca salpicada de guano. Es ahí donde amarra la canoa, y siempre pone especial cuidado en amarrarla bien. No le convendría quedarse allí aislado; aunque la finca de su padre (así es como todavía piensa en ella, pese a que el viejo Beecher abandonó este mundo hace ya cuarenta años) abarca más de tres kilómetros de terreno de primera categoría frente al golfo, la casa principal está tierra adentro, hacia la bahía de Sarasota, y nadie oiría sus gritos. Tommy Curtis, el guarda, tal vez reparara en su ausencia y fuese a buscarlo, pero lo más probable es que diera por supuesto que el juez estaba enclaustrado en su gabinete, donde con frecuencia pasa días enteros, trabajando, se supone, en sus memorias. En otro tiempo la señora Riley podía alarmarse si el juez no salía del gabinete a la hora del almuerzo, pero ahora él apenas come a mediodía (según ella, «está como un fideo», aunque nunca hace ese comentario en su presencia). No dispone de más servicio, y tanto Curtis como la señora Riley saben que se irrita cuando lo interrumpen. En realidad no es que haya gran cosa que interrumpir; en dos años ha añadido poco más que alguna frase a las memorias, y en el fondo sabe que nunca las terminará. ¿Las remembranzas inacabadas de un juez de Florida? Ahí no hay elementos trágicos. La única historia que podría escribir es la única que nunca escribirá. Tarda
en salir del kayak aún más que en subir, y vuelca, mojándose la camisa y el pantalón entre las pequeñas olas que ascienden por la playa de guijarros. Beecher no se disgusta por eso. No es la primera vez que se cae, y nadie lo ha visto. Supone que a su edad es un disparate emprender todavía esas excursiones, pese a lo cerca que está la isla de tierra firme, pero prescindir de ellas no es una opción. Un adicto es un adicto. Beecher se pone en pie con considerable esfuerzo y se lleva la mano al vientre hasta que el dolor remite. Se sacude la arena y las pequeñas conchas del pantalón, asegura el amarre y a continuación avista un urubú, posado en la mayor roca de la isla, desde donde lo observa. —¡Uh! —exclama con esa voz que ahora aborrece, cascada y vacilante, la voz de una arpía vestida de negro—. ¡Uh, uh! ¡Ocúpate de tus asuntos, cabrón! El urubú, tras agitar brevemente sus desastradas alas, se queda donde está. Con sus ojos relucientes parece decir: Pero es que hoy, juez, mi asunto es usted. Beecher se agacha, elige una concha más grande y se la arroja al ave. Esta vez sí la ahuyenta, y el aleteo suena como el flamear de una tela. El pájaro cruza el corto estrecho y se posa en el embarcadero. Un mal augurio en todo caso, piensa el juez. Recuerda que Jimmy Caslow, de la policía de carretera de Florida, le dijo una vez que los urubúes no solo sabían dónde estaba la carroña, sino también dónde estaría. «No se imagina —dijo Caslow— la de veces que he visto esos espantajos volar en círculo sobre la carretera de Tamiami allí donde se producirá un accidente mortal uno o dos días después. Parece absurdo, ya lo sé, pero cualquier agente de tráfico de Florida se lo confirmará.» En la pequeña isla sin nombre casi siempre hay urubúes. El juez Beecher supone que para ellos ese paraje huele a muerte, ¿y por qué no? Enfila el pequeño sendero que tantas veces ha hollado a lo largo de los años. Echará un vistazo a la duna, al otro lado de la isla, donde la playa es arenosa, no de piedras y conchas, y después regresará al kayak y se beberá la botella de té frío. Tal vez descabece un sueño bajo el sol de la mañana (últimamente se adormece a menudo, como supone que les pasa a la mayoría de los nonagenarios), y cuando despierte (si despierta), emprenderá el viaje de regreso. Se dice que la duna será solo una lisa pendiente de arena virgen, como lo es casi todos los días, pero sabe que esta vez no será ese el caso. El condenado urubú también lo sabía. Pasa largo rato en el lado arenoso, sus dedos, deformes por la edad, entrelazados tras él en un nudo. Le duele la espalda, le duelen los hombros, le duelen las caderas, le duelen las rodillas; le duele, sobre todo, el vientre. Pero no presta atención a nada de eso. Quizá más tarde sí, pero ahora no. Contempla la duna, y lo que hay escrito en ella. —Ya sé a qué se refería, hijo —ataja el juez—. No me ofendo. Pero ya que lo pregunta… ¿conoce el dicho de que quien actúa como abogado de sí mismo tiene un necio por cliente? Wayland sonríe. —Lo he oído, y lo he utilizado muchas veces en mi función de abogado de oficio cuando un miserable acusado de violencia doméstica o de atropello y fuga me dice que se propone asumir su propia defensa en el juicio. —No lo dudo, pero he aquí la versión no abreviada: un abogado que actúa como abogado de sí mismo tiene un gran necio por cliente. Es aplicable por igual al derecho penal, al derecho civil y al derecho de sucesiones. ¿Así pues, nos ponemos manos a la obra? El tiempo
apremia. —Esto último lo piensa en más de un sentido. Se ponen manos a la obra. La señora Riley ha dejado hecho café descafeinado, que Wayland rechaza en favor de una coca-cola. Toma abundantes notas mientras el juez dicta los cambios con su seca voz de juzgado, modificando antiguos legados y añadiendo otros nuevos. Entre los nuevos, el más sustancioso — cuatro millones de dólares— se destina a la Fundación para la Conservación de la Fauna y la Playa del Condado de Sarasota, a condición de que esta eleve a la asamblea legislativa del estado la petición de que cierta isla situada frente a la costa de Pelican Point sea declarada reserva natural con carácter permanente y dicha solicitud se apruebe. —Lo conseguirán sin mayor problema —asegura el juez—. Puede ocuparse usted mismo de la parte jurídica en representación de ellos. Preferiría que fuese pro bono, pero naturalmente eso lo dejo en sus manos. Bastaría con un viaje a Tallahassee. Es un pedazo de tierra insignificante, allí no crece nada, solo unos cuantos arbustos. El gobernador Scott y sus compinches del Tea Party estarán encantados. —¿Y eso por qué, juez? —Porque la próxima vez que la Fundación para la Conservación de la Fauna acuda a suplicarles dinero, podrán decir: «¿No acaba de dejarles el juez Beecher cuatro millones? Largo de aquí o los echamos de una patada en el culo». Wayland coincide en que probablemente ese sea el desenlace, y los dos pasan a los legados de menor cuantía. —En cuanto tenga un borrador en limpio, necesitaremos dos testigos y un notario —dice Wayland cuando terminan. —Ultimaré ese trámite con este mismo borrador, para mayor seguridad —anuncia el juez—. Si me ocurriera algo entretanto, esto tendría ya valor. Nadie va a impugnarlo; los he sobrevivido a todos. —Una precaución muy sensata, juez. No estaría de más dejarlo resuelto esta misma noche. Imagino que el guarda de la finca y el ama de llaves no… —No volverán hasta mañana a las ocho —dice Beecher—, pero esto será el primer asunto del día. Harry Staines, que vive en Vamo Road, es notario, y con mucho gusto se pasará por aquí antes de ir a su despacho. Me debe un favor o seis. Déjeme a mí ese documento, hijo. Lo guardaré en mi caja fuerte. —Debería hacer al menos una… —Wayland mira la mano nudosa extendida del juez, y su voz se apaga gradualmente. Cuando un juez del Tribunal Supremo del estado (aunque sea un juez retirado) tiende la mano, toda objeción debe cesar. Qué más da, en cualquier caso solo es un borrador con anotaciones, que pronto será sustituido por una versión en limpio. Entrega el testamento sin firmar y observa a Beecher mientras este se pone en pie (visiblemente dolorido) y tira de un cuadro de los Everglades de Florida que bascula sobre bisagras ocultas. El juez introduce la combinación, sin intentar siquiera tapar la botonera, y deja el testamento encima de un revoltijo de dinero en efectivo, o eso le parece ver a Wayland. Diantres. —¡Listo! —dice Beecher—. Asunto zanjado. Salvo por lo que se refiere a la firma, claro está. ¿Le apetece una copa para celebrarlo? Tengo un whisky de malta excelente. —Bueno… supongo que una no me hará daño. —A mí nunca me hacía daño, pero ahora sí me sienta mal, así que discúlpeme si no
lo acompaño. Hoy por hoy el café descafeinado y un poco de té azucarado son las bebidas más fuertes que tomo. Molestias de estómago. ¿Hielo? Wayland levanta dos dedos, y Beecher echa dos cubitos a la bebida con la lenta ceremoniosidad de la vejez. Wayland toma un sorbo, y el color asoma de inmediato a sus mejillas. Es el rubor, piensa el juez, propio de un hombre aficionado a remojar el gaznate. Cuando Wayland deja el vaso, dice: —¿Puedo preguntar, si no es indiscreción, a qué se debe tanta prisa? Doy por sentado que está usted bien, ¿no? Molestias de estómago aparte. El juez duda que sea eso lo que el joven Wayland da por sentado. No está ciego. —Así así —contesta, moviendo la mano en un gesto de vaivén a la vez que se sienta con un gruñido y una mueca. Después, tras reflexionar, añade—: ¿De verdad le interesa saber a qué se debe la prisa? Wayland se detiene a pensar antes de responder, y Beecher valora ese detalle. Al cabo de un momento asiente con la cabeza. —Tiene que ver con la isla de la que acabamos de ocuparnos. Probablemente usted ni se ha fijado en ella, ¿verdad que no? —Pues, para serle sincero, no. —Casi nadie se ha fijado. Apenas se eleva por encima del agua. Las tortugas marinas ni se molestan en visitar esa vieja isla. Sin embargo, es especial. ¿Sabía usted que mi abuelo combatió en la guerra de Cuba? —No, no lo sabía. —Wayland habla con exagerado respeto, y Beecher sabe que el muchacho cree que desvaría. El muchacho se equivoca. Beecher nunca ha tenido la mente más clara, y ahora que ha empezado, descubre que desea contar esa historia al menos una vez antes de… Bueno, antes. —Sí. Hay una fotografía suya en lo alto de la loma de San Juan. La tengo por aquí, en algún sitio. Mi abuelo sostenía que había combatido también en la guerra de Secesión, pero mis investigaciones… para mis memorias, ya sabe…, demostraron de manera concluyente que eso fue imposible. Por aquellas fechas no debía ni haber dado sus primeros pasos, si es que había nacido. Pero era un hombre muy propenso al fantaseo, y conseguía hacerme creer las historias más descabelladas. ¿Por qué no iba yo a creérmelas? Era solo un niño, no hacía mucho creía aún en Papá Noel y el Ratoncito Pérez. —¿Era abogado, como usted y su padre? —No, hijo, era ladrón. Largo de manos donde los haya. Echaba el guante a todo lo que se le ponía por delante. Solo que, como la mayoría de los ladrones que quedan impunes, y para muestra nuestro actual gobernador, se hacía llamar «hombre de negocios». Su principal negocio y el principal objeto de sus robos era la tierra. Compró en Florida terrenos baratos infestados de bichos y caimanes y los vendió caros a personas que debían de ser tan crédulas como lo era yo de niño. Una vez Balzac dijo: «Detrás de toda gran fortuna hay un delito». Esa máxima desde luego se cumple en el caso de la familia Beecher, y por favor no olvide que es usted mi abogado. Todo lo que digo debe considerarlo confidencial. —Sí, juez. —Wayland toma otro sorbo de su copa. Es el mejor whisky que ha probado con diferencia. —Fue el abuelo Beecher quien me llevó a fijarme en esa isla. Yo tenía diez años.
Aquel día había quedado bajo sus cuidados, y supongo que él quería paz y tranquilidad. O tal vez lo que quería era un poco de jolgorio. Había en la casa una doncella guapa, y quizá mi abuelo albergaba la esperanza de investigar debajo de su enagua. Así que me contó que Edward Teach —Cualquier otro día yo habría ido en busca del tesoro precisamente con ese niño, porque era mi mejor amigo y ya sabe cómo son los niños con sus mejores amigos. —Uña y carne —dice Wayland con una sonrisa. Quizá esté recordando a su propio mejor amigo de tiempos lejanos. —Unidos como una llave nueva en una cerradura nueva —coincide Wayland—. Pero era verano, y él se había ido con sus padres a visitar a la familia de su madre en Virginia o Maryland o algún otro estado de clima septentrional. Así que yo estaba solo. Pero escuche bien lo que le digo, abogado: el nombre real del niño era Robert LaDoucette. —Ya veo… —repite Wayland. El juez piensa que esa flemática muletilla podría llegar a resultar molesta con el tiempo, pero eso es algo que no va a tener que averiguar, así que lo deja correr. —Él era mi mejor amigo, y yo el suyo, pero formábamos parte de una pandilla de chicos, y todos lo llamábamos Robbie LaDoosh. ¿Ve adónde quiero ir a parar? —Creo que sí —contesta Wayland, pero el juez advierte que en realidad no lo ve. Es comprensible; Beecher ha dispuesto de mucho más tiempo para cavilar sobre esas cuestiones. A menudo en noches de insomnio. —Recuerde que yo tenía diez años. Si me hubiesen pedido que escribiera el nombre de mi amigo, lo habría hecho exactamente así. —Golpetea con el dedo el papel justo encima de las palabras ROBIE LADOOSH. Hablando casi para sí, añade—: Es decir, parte de la magia sale de mí. Por fuerza ha de salir de mí. La pregunta es: ¿qué parte? —¿Está diciéndome que no escribió usted ese nombre en la arena? —No. Pensaba que eso había quedado claro. —Entonces ¿fue alguno de sus otros amigos? —Eran todos de Nokomis Village, y ni siquiera conocían la existencia de esa isla. Nunca habríamos ido en canoa por propia iniciativa hasta un peñón minúsculo y sin el menor interés. Robbie sí sabía que esa isla estaba allí, él también vivía en Pelican Point, pero en ese momento se encontraba a cientos de kilómetros al norte. —Ya veo… —Mi amigo Robbie no volvió de aquellas vacaciones. Al cabo de una semana poco más o menos nos enteramos de que había sufrido una caída mientras montaba a caballo. Se partió el cuello. Murió en el acto. Sus padres quedaron desolados. Yo también. Se produce un silencio mientras Wayland reflexiona al respecto. Mientras los dos reflexionan. En algún lugar lejano un helicóptero bate el cielo por encima del golfo. La DEA en pos de narcotraficantes, supone el juez. Los oye todas las noches. Son los tiempos modernos, y en algunos sentidos —en muchos— se alegrará de librarse de ellos. —¿Está diciendo lo que creo que está diciendo? —pregunta Wayland por fin. —Pues no lo sé —responde el juez—. ¿Qué cree usted que estoy diciendo? Pero Anthony Wayland es abogado, y resistirse a dejarse arrastrar es un hábito arraigado en él. —¿Se lo contó a su abuelo? —El día que llegó el telegrama con la noticia sobre Robbie mi abuelo no estaba. Nunca se quedaba mucho tiempo en un mismo sitio. Tardamos seis meses o más en volver a verlo. No, me lo callé. Y al igual que María después de dar a luz al único hijo de Dios, medité esas cosas en mi corazón. —¿Y a qué conclusión llegó? —Seguí yendo en
canoa a la isla para observar esa duna. Eso debería contestar a su pregunta. No vi nada… y nada… y nada. Imagino que ya estaba a punto de olvidarme de todo aquello cuando una tarde fui allí después de clase y encontré otro nombre escrito en la arena. Grabado en la arena, para describirlo con la precisión propia de un juzgado. Tampoco esa vez vi ni rastro de un palo, aunque supongo que un palo podría haberse lanzado al agua. En esa ocasión el nombre era Peter Alderson. No significó nada para mí hasta pasados unos días. Era tarea mía ir hasta la entrada de la finca a recoger el periódico, y tenía por costumbre echar un vistazo a la primera plana mientras regresaba por el camino, que como usted sabrá, porque lo ha recorrido en coche, tiene su buen medio kilómetro de largo. En verano también comprobaba cómo les había ido a los Senators de Washington, porque en aquel entonces eran lo más parecido a un equipo sureño que teníamos. »Aquel día en particular captó mi atención un titular al pie de la primera plana: LIMPIACRISTALES RESULTA MUERTO EN UNA CAÍDA INEXPLICABLE. El pobre hombre estaba limpiando las ventanas de la segunda planta de la Biblioteca Pública de Sarasota cuando el andamio se vino abajo. Se llamaba Peter Alderson. Beecher advierte en la expresión de Wayland que cree que todo eso es una broma o una especie de elaborada fantasía que el juez está hilvanando. También ve que disfruta de su copa, y cuando hace ademán de rellenársela, Wayland no lo rechaza. Y en realidad poco importa que el joven lo crea o deje de creerlo. Sencillamente es un lujo poder contarlo. —Quizá ahora entienda por qué doy vueltas y más vueltas en mi cabeza a la duda de dónde reside esa magia —comenta Beecher—. Yo conocía a Robbie, y los errores ortográficos de su nombre eran mis errores. Pero no conocía de nada a ese limpiacristales. En todo caso fue entonces cuando la duna se adueñó de mí. Empecé a ir allí casi a diario, costumbre que he mantenido en mi vejez extrema. Respeto ese lugar, temo ese lugar, y sobre todo soy adicto a ese lugar. »A lo largo de los años han aparecido muchos nombres en esa duna, y las personas a quienes pertenecen los nombres siempre mueren. A veces ocurre al cabo de una semana, a veces al cabo de dos, pero nunca pasa más de un mes. Algunos eran de personas que yo conocía, y si las conocía por un apodo, era el apodo lo que veía. Un día, en 1940, remé hasta allí y vi ABUELO BEECHER escrito en la arena. Murió en Cayo Hueso tres días después. De un infarto. Con la expresión de quien sigue la corriente a un hombre mentalmente desequilibrado pero en realidad no peligroso, Wayland pregunta: —¿Intentó alguna vez interferir en ese… ese proceso? ¿Prevenir a su abuelo, por ejemplo, y recomendarle que fuera al médico? Beecher mueve la cabeza en un gesto de negación. —No supe que la causa era un infarto hasta que nos informó el forense del condado de
Monroe, ¿entiende? Podría haber sido un accidente, o incluso un asesinato. Desde luego había personas con motivos para odiar a mi abuelo; sus asuntos no eran precisamente de una pureza modélica. —Aun así… —Además, me daba miedo. Tenía la sensación, todavía la tengo, de que en esa isla se había entreabierto una trampilla. A este lado está lo que nos complacemos en llamar «el mundo real». Al otro está la maquinaria del universo, funcionando a toda velocidad. Solo un tonto metería la mano en una maquinaria así para intentar detenerla. —Juez Beecher, si quiere que su documento supere el procedimiento de validación, yo que usted mantendría la mayor reserva a ese respecto. Aunque piense que no queda nadie para impugnar el testamento, cuando hay en juego grandes sumas de dinero, aparecen primos terceros y cuartos como conejos del sombrero de un mago, y ya conoce el criterio establecido: «pleno uso de sus facultades». —Me lo he callado durante ochenta años —dice Beecher, y en su voz Wayland oye objeción denegada —. No he dicho una sola palabra hasta ahora. Y quizá deba señalar de nuevo, aunque no debería, que todas mis palabras quedan al amparo del deber de secreto profesional. —Ya veo —dice Wayland—. Bien. —Los días que aparecían nombres en la arena sentía siempre gran agitación…, una agitación malsana, sin duda…, pero el fenómeno me aterrorizó solo una vez. Esa única vez sentí un terror profundo, y hui a Pelican Point en mi canoa como alma que lleva el diablo. ¿Quiere que se lo cuente? —Por favor. Wayland se acerca el vaso a los labios y toma un sorbo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, las horas facturables, facturables son. —Corría el año 1959. Yo estaba aún en Pelican Point. Siempre he vivido aquí, excepto los años que pasé en Tallahassee, y de esa etapa es mejor no hablar…, aunque ahora pienso que parte de mi aborrecimiento a esa ciudad provinciana y atrasada, quizá incluso la mayor parte, era solo una añoranza enmascarada por la isla, y la duna. Seguía preguntándome qué echaba de menos, compréndalo. A quién echaba de menos. La posibilidad de leer necrológicas con antelación proporciona una sensación de poder extraordinaria. Quizá eso a usted le parezca deplorable, pero así son las cosas. »A lo que iba. 1959: Harvey Beecher ejerce de abogado en Sarasota y vive en Pelican Point. Cuando llegaba a casa, a menos que lloviera a mares, siempre me ponía ropa vieja y remaba hasta la isla para echar una ojeada antes de la cena. Aquel día en particular había salido tarde del bufete, y para cuando varé en la isla, amarré y recorrí el trecho hasta el lado de la duna, el sol ya se ponía, grande y rojo, como tan a menudo en el golfo. Lo que vi me dejó de una pieza. Me quedé literalmente paralizado. »Esa noche no había solo un nombre escrito en la arena sino muchos, y en la luz roja de aquella puesta de sol parecían escritos en sangre. Se amontonaban, se superponían, se extendían por todas partes, arriba y abajo. Un tapiz de nombres cubría la duna a todo lo largo y ancho. Los más cercanos al agua estaban medio borrados. »Creo que grité. No lo recuerdo con certeza, pero sí, creo que así fue. Lo que sí recuerdo es que me sacudí la parálisis y eché a correr por el sendero tan deprisa como pude hasta llegar a donde tenía amarrada la
canoa. Tuve la sensación de que tardaba una eternidad en deshacer el nudo, y cuando lo conseguí, empujé la canoa por el agua antes de subir. Estaba empapado de la cabeza a los pies, y fue un milagro que no volcara. Aunque en aquellos tiempos habría podido volver a nado hasta la orilla fácilmente empujando la canoa. Hoy día ya no; ahora, si el kayak zozobrara, eso sería lo que la duna escribiría. —Sonríe—. Ya que hablamos de escribir. —Le sugiero, pues, que se quede en tierra, al menos hasta que el testamento esté firmado ante testigos y notario. El juez Beecher dirige una sonrisa glacial al joven. —No se preocupe por eso, hijo —dice. Mira hacia la ventana, y el golfo al otro lado. Tiene el rostro largo y pensativo—. Aquellos nombres… todavía los veo, disputándose el espacio en la duna roja como la sangre. Dos días después un avión de la TWA rumbo a Miami se estrelló en los Everglades. Murieron las ciento diecinueve personas que viajaban a bordo. La lista de pasajeros salió en el periódico. Reconocí algunos nombres. Reconocí muchos de ellos. —Vio eso. Vio esos nombres. —Sí. Después tardé meses en volver a la isla y me prometí no volver nunca más. Supongo que los drogadictos se hacen esa misma promesa sobre su droga, ¿no? Y yo, como ellos, al final sucumbí y caí otra vez en mi antiguo hábito. Ahora, abogado, ¿entiende por qué lo he hecho venir hasta aquí para modificar mi testamento, y por qué tenía que ser esta noche? Wayland no se cree una sola palabra, pero esa fantasía, como otras muchas, tiene su propia lógica interna. Es fácil de seguir. El juez ha cumplido los noventa; su tez en otro tiempo rubicunda ha adquirido ahora un color arcilla; su paso antes firme es ahora torpe y vacilante. Su dolor salta a la vista, y ha perdido más peso del que puede permitirse perder. —Supongo que hoy ha visto su nombre en la arena —dice Wayland. Por un momento el juez Beecher parece sorprendido y de pronto sonríe. Es una sonrisa horrenda, que transforma su rostro pálido y estrecho en el visaje de una máscara mortuoria.
—Ah, no —contesta—. El mío no.

FIN


Del libro "El bazar de los malos sueños" (2017)

lunes, 29 de octubre de 2018

El visitante, de Stephen King

TITULO: El visitante

AUTOR: Stephen King

FECHA DE PUBLICACIÓN: 4 de Octubre 2018

NÚMERO DE PÁGINAS: 585

EDITORIAL: Plaza & Janés

SAGA: Autoconclusivo

-Sinopsis-
Un niño de once años ha sido brutalmente violado y asesinado. Todas las pruebas apuntan a uno de los ciudadanos más queridos de Flint City: Terry Maitland, entrenador en la liga infantil, profesor de literatura, marido ejemplar y padre de dos niñas.
El detective Ralph Anderson ordena su detención. Maitland tiene una coartada firme que demuestra que estuvo en otra ciudad cuando se cometió el crimen, pero las pruebas de ADN encontradas en el lugar de los hechos confirman que es culpable. Ante la justicia y la opinión pública Terry Maitland es un asesino y el caso está resuelto.
Pero el detective Anderson no está satisfecho. Maitland parece un buen tipo, un ciudadano ejemplar, ¿acaso tiene dos caras? Y ¿cómo es posible que estuviera en dos sitios a la vez?
La respuesta, como no podría ser de otra forma saliendo de la pluma de Stephen King, te hará desear no haber preguntado.

-Mi Opinión-
Esta vez me abstengo de resumir porque la sinopsis cuenta exactamente lo que debéis saber. Es una premisa perfecta y en mi opinión muy interesante que insta a teorizar desde la primera página.
Creo que este ha sido el primer libro de Stephen King que he leído que mantiene un ritmo absorbente desde la primera página. Alternando interrogatorios que demuestran la culpabilidad del acusado y el trascurro de su detención junto a la reacción que esto provoca, no decae ni por un segundo. Avanza cargado de misterios y momentos crueles, impactantes y a la vez realistas que en más de una ocasión te dejan si aliento y no es hasta bien avanzada la novela cuando descubrimos la verdad y comienza la resolución del problema.
Esa última parte, para mí, ha sido la más aburrida. No es que sea especialmente pesada pero, cuando ya has descubierto el pastel, el resto del desarrollo no te interesa tanto hasta que se encuentran verdaderamente de cara con la verdad. Me recordó mucho al final de Drácula, cuando todos han asimilado que se trata de un ser sobrenatural y se disponen a salvar a Mina y darle caza. También me pareció menos interesante que la primera parte, donde todo guardaba un halo de misterio e incomprensión.
De todas formas la pluma, como siempre, es sensacional. Tampoco faltan las referencias e incluso un crossover totalmente inesperado que sin duda es otro de los puntos fuertes de la novela. Eso sí, no leáis el Visitante si pretendíais leer la saga de Mr. Mercedes porque te la spoilea demasiado, de forma muy gratuita a veces. Y no, no me vale que hayáis visto la serie porque la historia, en su segunda temporada es totalmente distinta. Y ya me la he visto completa.
Por último, mencionar que los personajes principales están muy bien desarrollados y me encanta el conflicto que presentan. Acabas cogiendo cariño al resto de personajes secundarios pero, te los presentan todos de forma tan rápida, que algunos te pasan un poco más desapercibidos hasta que te das cuenta de que son importantes y ya no les has prestado la atención suficiente.
En definitiva, un libro que aunque no destaco especialmente, te dejará satisfecho y no te dejará indiferente.

Muchas gracias a Plaza & Janés por el envío del ejemplar.
-Puntuación-

Semana de Halloween: Día 5

LAS RATAS EN LAS PAREDES 
HOWARD P. LOVECRAFT 

El 16 de julio de 1923, precisamente después que el último obrero había terminado su tarea, me mudé a Exham Priory. La restauración había implicado desmedidos trabajos, ya que de la construcción original apenas si quedaba un montón de ruinas, pero como se trataba de la mansión de mis antepasados no reparé en gastos. La finca había permanecido deshabitada desde épocas de Jacobo I, cuando un drama de aspectos espantosamente trágicos, si bien en buena medida comprensibles, se precipitó sobre el jefe de familia, sus cinco hijos y algunos criados. El tercer hijo, antecesor mío por línea paterna, único sobreviviente del desdichado grupo familiar, debió marcharse en medio de un clima de sospecha y terror. Como el único heredero estaba acusado de asesinato, la finca fue a manos de la corona; el legítimo dueño no hizo el menor esfuerzo por defenderse o recuperar la propiedad. Enloquecido por un horror más substancial que el que podía emanar de su propia conciencia o de la ley, obsesionado por expulsar de su memoria y de su vista aquella mansión, Walter de la Poer, decimoprimer barón de Exham, se fue a Virginia para establecerse y fundar la familia que un siglo después era conocida con el nombre de Delapore. Exham Priory quedó abandonado y con el tiempo engrosó el inventario de propiedades de la familia Norrys. La original arquitectura de la mansión la hizo objeto de continuados estudios; constaba de torres góticas que se levantaban sobre una infraestructura sajona o románica con cimientos que, por su parte, congregaban una mezcla de estilos: romano, druida o el címrico originario, si es posible atenerse a las leyendas. Estos cimientos eran muy peculiares, ya que por uno de los lados se unían a la sólida piedra de la ladera montañosa, desde cuya cima el priorato vigilaba un valle solitario que se extendía por tres millas al oeste del pueblo de Anchester. Los arquitectos y artistas se entretenían embelesados en el estudio de aquella extraña pieza de épocas remotas, pero los lugareños la odiaban con oscura inquina. Era un odio que se arrastraba
desde hacía siglos, cuando aún moraban allí mis antepasados, y que perduraba hasta ahora, cuando el abandono la había llevado a casi desaparecer tragada por el musgo y la vegetación. Antes que pasara un día desde mi llegada, la gente de Anchester ya me había hecho saber que yo era el descendiente de una familia maldita. No obstante, ya esta semana los obreros han hecho desaparecer lo que quedaba de Exham Priory y ahora se afanaban por borrar las huellas de sus cimientos. Siempre he estado al tanto de la historia real de mi estirpe familiar; sé muy bien que el primero de mis antepasados norteamericanos se refugió en las colonias perseguido por una atmósfera de extrañas sospechas. Los detalles, en cambio, se me escapan puesto que han sido sepultados por la reticencia que sobre ellos mantuvo durante generaciones la familia Delapore. Contrariamente a lo que les sucede a los colonos de las cercanías, es raro que nos vanagloriemos de antepasados que participaron en las Cruzadas o de incluir en nuestra estirpe héroes medievales o renacentistas; no se nos trasmitieron otras tradiciones que aquellas que contenía el sobre lacrado que todo propietario latifundista legaba al primogénito antes que estallara la Guerra Civil con la orden de una apertura estrictamente póstuma. Sólo nos enorgullecíamos en la familia con las glorias alcanzadas luego de la emigración, esplendores de un linaje virginiano orgulloso y honorable, aunque algo reservado y poco sociable. Toda nuestra fortuna se perdió durante la guerra y la existencia familiar se vio profundamente conmovida por el incendio de Carfax, morada de la familia al borde del río James. Mi anciano abuelo murió entre las llamas y con él se consumió el sobre lacrado que nos ataba al pasado. Aún hoy recuerdo el incendio; mis ojos de siete años contemplaban
alterados a los soldados federales vociferar, a las mujeres contorsionarse desvalidas y a los negros rezando y dando alaridos. Mi padre era soldado del ejército y combatía en la defensa de Richmond; luego de infinitas gestiones, mi madre y yo conseguimos trasponer las líneas enemigas y juntarnos con él. Al finalizar la guerra, nos dirigimos al norte, de donde era oriunda mi madre, y allí me hice grande y, a la larga, como corresponde a cualquier yanqui perseverante, me hice rico. Ni mi padre ni yo nos enterarnos jamás del contenido del sobre testamentario. Por mi parte, atrapado por el rutinario
devenir de las actividades mercantiles de Massachusetts, perdí todo interés en los misterios que, seguramente, ocultaba mi árbol genealógico. ¡Con cuánto alivio habría entregado Exham Priory a los murciélagos, a las telarañas, al musgo y a la vegetación si hubiese tenido aunque fuese una remota idea de lo que se escondía tras sus muros! Mi padre falleció en 1904 y no dejó mensaje alguno para mí ni para mi hijo único, Alfred, un chico de diez años y huérfano de madre. Fue precisamente Alfred quien produjo una moderada revolución en la transmisión de la historia familiar. Pese a que yo sólo había conjeturado esporádica y burlonamente con él sobre este tema, cuando fue enviado a Inglaterra en 1917, como oficial de aviación, me escribía constantemente contándome algunas leyendas ancestrales muy interesantes. Según lo que me refería, circulaba sobre los Delapore una exótica y bastante siniestra historia. Un compañero de mi hijo, el capitán Edward Norrys, del Cuerpo Aéreo Real, vivía cerca de la mansión familiar, en Anchester, y conocía unas supersticiones campesinas que harían las delicias de cualquier novelista truculento. Norrys naturalmente no las creía, pero a mi hijo le divertían, razón por la cual fueron el tema de muchas de las cartas que me escribió. Finalmente estas leyendas hicieron que concentrara mi atención en nuestro solar de ultramar y me impulsaron a comprar y reparar mi herencia, que Norrys mostró a Alfred y, más aún, pudo ofrecérnosla por un precio muy razonable, puesto que un tío suyo era el actual propietario. Adquirí Exham Priory en 1918, pero casi en seguida olvidé los planes de restauración para atender a mi hijo que regresaba inválido de la guerra. Vivió dos años más, durante los cuales me consagré íntegramente a su atención,
abandonando incluso la dirección del negocio a mis socios. En 1921, preso de una gran desolación, sin motivaciones, marginado de toda actividad laboral y sintiendo el peso de la ya casi presente vejez, decidí entretener el resto de mis días ocupándome de la nueva posesión. En diciembre llegué a Anchester y me alojé en casa del capitán Norrys, un joven algo entrado en carnes pero amable, que apreciaba mucho a mi hijo. De inmediato me ofreció su ayuda para recopilar planos y anécdotas que
sirvieran para las obras de restauración. La presencia de Exham Priory no me producía emoción alguna; en realidad se trataba de una masa de abandonadas ruinas medievales devorada por el musgo, sembradas de nidos de grajos, en precario y amenazador equilibrio al borde de un precipicio impresionante, sin pisos o cualquier otro rastro de interiores excepto los muros de piedra de las torres. Una vez que llegué a tener una idea de cómo debió haber sido el edificio cuando fue abandonado, tres siglos antes, por mis antepasados, comencé a contratar obreros para emprender las obras. La dificultad inicial consistió en que debí buscar la mano de obra necesaria en poblaciones alejadas, ya que los habitantes de Anchester manifestaban un rechazo y un temor verdaderamente notables hacia aquel lugar. La aversión era de tal magnitud que a veces conseguía contagiar a los trabajadores que venían de otros sitios, lo que ocasionaba constantes deserciones. El sentimiento se proyectaba tanto al priorato como a la familia originalmente propietaria del solar. Mi hijo me había contado que durante sus visitas al pueblo, la gente se había mostrado algo retraída con él debido a que era un De la Poer; por análoga razón ahora yo
experimentaba el mismo recibimiento que persistió hasta que logré convencerlos que casi ni tenía noticias de mis antepasados. No obstante, los vecinos no se mostraban hospitalarios conmigo, razón por la cual recurrí a Norrys para recopilar todas las tradiciones populares que aún seguían circulando. Lo que no me podían perdonar era que yo hubiese venido a restaurar lo que para ellos era el máximo emblema del aborrecimiento; más o menos oscuramente, para todos ellos Exham Priory no era más que una cueva de monstruos. Resumiendo todas las historias que Norrys había reunido para mí, y agregándoles el testimonio de investigadores que a su debido tiempo habían visitado las ruinas, llegué a la conclusión que Exham Priory se había levantado sobre el sitio que en otro tiempo había ocupado un templo prehistórico, una construcción druida, incluso contemporánea de Stonehenge. A casi nadie le quedaban dudas que en aquel lugar se habían celebrado abominables ceremonias y que tales prácticas habían pasado al culto de Cibeles, introducido tiempo después por los romanos. Todavía eran legibles en las paredes del sótano inscripciones tan inconfundibles como «DIU... OPS... MAGNA... MAT...», signos de la Magna Mater, culto tenebroso vanamente prohibido a los ciudadanos romanos. Anchester había sido sede de la tercera legión augusta, según lo probaban numerosos restos, y de acuerdo a precisos indicios el templo de Cibeles debió ser una imponente construcción que congregaba innumerables fieles para las ceremonias que eran presididas por un sacerdote frigio. Las historias añadían que el derrumbe de la vieja religión no significó el fin de las orgías que se desarrollaban, en el templo, sino que, por el contrario, los sacerdotes abrazaron la nueva fe sin modificar en lo substancial sus creencias. También se sostenía que los ritos no habían cesado con la llegada de los romanos; algunos sajones se habían sumado a lo que quedaba del templo otorgándole los rasgos que con el tiempo habrían de singularizarlo, convirtiéndolo en centro de difusión de un culto tan temido por lo menos en la mitad del territorio que ocupaba la heptarquía. Una crónica del año 1000 d. C. menciona el sitio refiriéndose a él como un priorato construido de piedra, donde vivían una peculiar aunque poderosa orden monástica que no necesitaba grandes murallas para mantener alejado al atemorizado populacho. Los daneses nunca llegaron a destruirlo, aunque seguramente su suerte debió desvanecerse luego de la conquista normanda, ya que no hubo impedimento alguno para que en 1261 Enrique III entregara la propiedad a mi antepasado Gilbert De la Poer, primer barón de Exham. De mi familia, en especial, no conseguí testimonios adversos, pero algo extraño debió ocurrir por entonces. Otra crónica, esta vez de 1307, habla de un De la Poer al que califica de «renegado de Dios». Por su parte, las leyendas populares denotan un miedo pánico a decir cualquier cosa sobre el castillo que se erigió sobre el templo y el priorato. Los cuentos que circulaban sobre el lugar eran especialmente espeluznantes, terror que enfatizaban con la reticencia y evasivas que ostentaban. En ellos, mis antepasados aparecen como una estirpe de demonios frente a los cuales un Gilles de Retz o un Sade no eran más que aprendices. También se les atribuía responsabilidad en la desaparición de aldeanos y esto durante varias generaciones. Según esta tradición, los peores
fueron los barones y sus directos herederos. La mayor parte de las historias se referían a ellos. Si un descendiente mostraba inclinaciones más benévolas seguramente fallecía a edad tierna y de modo misterioso para dejar sitio a otro descendiente que hiciera más honor al apellido. Los De la Poer profesaban, al parecer, un culto propio oficiado por el cabeza de familia y ocasionalmente reservado a unos pocos miembros de la familia. En dicho culto participaban también quienes ingresaban al núcleo familiar por la vía del matrimonio. Lady Margaret Trevor de Cornualles, la mujer de Godfrey, segundo de los hijos del quinto barón, terminó siendo una de las brujas más famosas entre los niños de todo el país y la diabólica heroína de un viejo y macabro romance aún en circulación cerca de la frontera galesa. También había ingresado a esa literatura popular la historia de Lady Mary De la Poer, quien a poco de casarse con el barón de Shrewsfield, fue asesinada por éste y su madre; poco después los asesinos fueron absueltos y bendecidos por el sacerdote al que confesaron todo lo que no se
atrevían a decir en público. Esas leyendas y romances, propios de la más ramplona superstición, me desagradaban profundamente. La persistencia en adherirse a generaciones y generaciones de mis antepasados me parecía especialmente irritante. Porque si bien las acusaciones de costumbres monstruosas eran constantes, el único escándalo conocido entre mis antepasados más inmediatos era el de mi primo, el joven Randolph Delapore de Carfax, quien se había ido a vivir con los negros haciéndose oficiante de un rito vudú tras su regreso de la guerra de México. Muchísimo menos me interesaban las historias sobre alaridos y aullidos en el valle solitario y siempre barrido por el viento, que comenzaba a extenderse al pie del precipicio de piedra caliza. Tampoco las que se entretenían en referir los fétidos olores que despedían las tumbas luego de las lluvias de la primavera, o el ululante objeto blanco que el caballo de Sir John Clave había pisado una noche o sobre el criado que había perdido el juicio como consecuencia de algo indefinible que había visto a plena luz en el priorato. Todo ello no eran más que rezagos de historias fantásticas de esas que prenden tanto en el vulgo, y por entonces yo era un escéptico de una sola pieza. No descartaba del todo los relatos sobre aldeanos desaparecidos, pero no me resultaban especialmente significativos en el contexto de las prácticas medievales. Ciertas historias resultaban muy pintorescas y lamenté no haber estudiado más mitología comparada en mi juventud. Circulaba, por ejemplo, la creencia que una legión de diablos con alas de vampiro se congregaba todas las noches en el priorato para concelebrar sus aquelarres; se
alimentaban con verduras, lo que explicaba la desmesurada abundancia de hortalizas ordinarias que se cultivaban en los enormes huertos. La más impactante de todas las historias en boga era la referida a la dramática epopeya de las ratas —un arrasador ejército de obscenas alimañas que había brotado de las entrañas del castillo, tres meses después de la tragedia que lo llevó al abandono—, un alud de repugnantes y voraces bestezuelas que había barrido con todo a su paso, aves, gatos, perros, conejos, cerdos y hasta dos desdichados pobladores. La plaga de roedores, por su parte, es la fuente de la que deriva un ciclo independiente de mitos, puesto que las ratas irrumpieron en las casas del pueblo suscitando infinitos acontecimientos diversamente espeluznantes. Todas las historias volaban sobre mí cuando emprendí, con la tozudez característica de un anciano, las tareas de restauración de mi solar ancestral. Pese a todo, no debe creerse de ningún modo que ellas constituían la atmósfera psicológica en la que me movía. Asimismo, debo hacer constar que contaba con el apoyo incesante del capitán Norrys y de los arqueólogos que me rodeaban y ayudaban en la reconstrucción. Dos años después de iniciada, la obra llegó a su término y estuve en condiciones de observar el conjunto de amplias habitaciones, muros reconstruidos, techos abovedados, anchas escaleras; el orgullo que experimentaba compensaba sobradamente los cuantiosos gastos que consumió la reparación. Todos los detalles medievales habían sido eficientemente reproducidos y las partes nuevas no se distinguían de los muros y cimientos originales. El lar de mis antepasados se hallaba nuevamente en pie y sólo me restaba ahora redimir la fama local de la línea familiar que terminaba en mí. Viviría allí hasta el fin de mis días y demostraría a todos que un De la Poer — había recuperado la grafía original del apellido— no es en absoluto un ser diabólico. El ideal del confort aumentó, si cabe, por el hecho que Exham Priory, pese a estar construido sobre cánones medievales, era totalmente nuevo, lo que lo ponía salvo de viejos fantasmas y de alimañas nuevas. Como ya lo dije, me mudé a Exham Priory el 16 de julio de 1923. Me asistían siete criados y nueve gatos, animal por el que siento una especial predilección. El más viejo de ellos, NiggerMan, tenía ya siete años y llegó conmigo desde Bolton, Massachusetts. El resto de los gatos los había ido consiguiendo mientras vivía con la familia del capitán Norrys. Pasaron cinco días en medio de una rutina signada por la mayor calma; yo me dedicaba a la clasificación de antiguos documentos familiares. Contaba ya con unas cuantas descripciones detalladas de la tragedia final y la huida de Walter De la Poer, asuntos que, suponía, eran los temas centrales del legajo hereditario que se había perdido en el incendio de Carfax. Por lo que surgía de aquellas descripciones, a mi antepasado se le había acusado, con pruebas irrefutables, de haber dado muerte a todos los moradores de la casa —excepto cuatro criados que habían actuado como cómplices— mientras dormían. La masacre había ocurrido dos semanas después de un descubrimiento que lo llevaría a cambiar totalmente, aunque este descubrimiento sólo debió haberlo confiado a sus cómplices, quienes luego del episodio se habían esfumado para escapar a la justicia. En total murieron degollados un padre, tres hermanos y dos hermanas. Curiosamente, la ordalía de sangre contó con el consenso de los aldeanos y la negligencia de la justicia hasta el punto que el instigador pudo huir a Virginia, en medio de todos los honores, sin disfrazarse y sin contratiempos. La sensación general fue que finalmente se había liberado a aquellas tierras de una maldición inmemorial. Ignoro completamente cuál pudo haber sido el descubrimiento que empujó a mi antepasado a esa decisión tan terrible. Walter De la Poer tenía que conocer desde siempre las macabras historias que sobre la familia circulaban, razón por la cual creo que no radicaban en ellas los móviles de la acción. ¿Acaso habría presenciado alguno de los ritos ancestrales y espeluznantes o
tal vez se habría encontrado con algún símbolo revelador? Tenía reputación de ser un joven tímido y de muy buenos modales. En Virginia se le conoció como alguien de carácter atormentado y temeroso. El diario de otro aventurero de rancio abolengo, Francis Harley de Bellview, dice que era una persona de un estricto sentido de la justicia, del honor y de la discreción El 22 de julio ocurrió el primer incidente, al que en el momento apenas se le prestó atención, pero que hoy recobra el carácter premonitorio de todo lo que vendría después. Fue tan insignificante que casi no se le dio importancia. Debemos recordar que puesto que el edificio era nuevo prácticamente en su totalidad, excepto los
muros, y como estaba atendido por una eficiente servidumbre habría sido absurdo experimentar aprensión alguna ante las historias que circulaban. Esto es casi todo lo que puedo recordar del episodio del 22 de julio: el viejo gato negro, a quien tan bien conozco, estaba perceptiblemente nervioso y al acecho, estado que no condecía con su humor habitual. Se paseaba por las habitaciones y olfateaba constantemente los muros. Advierto perfectamente lo trivial que puede parecer este dato —me recuerda al perro de la historia de fantasmas que con sus gruñidos anuncia al amo «algo» hasta que finalmente se descubre la figura envuelta en sábanas—, pero en este caso tiene su importancia. Al
día siguiente, uno de los criados se acercó para anunciarme el estado de inquietud que reinaba en los gatos de la casa. Yo estaba en el estudio, una habitación del segundo piso, de techos altos y orientada al oeste, tenía una triple ventana gótica que daba al precipicio y desde donde se contemplaba el desolado valle. Mientras escuchaba al criado, advertí cómo Nigger-Man se movía a un lado y otro del muro, y arañaba el nuevo revoque que cubría a la antigua piedra. Conjeturé con el criado que debía
tratarse de algún olor o emanación de la antigua mampostería, no perceptible para el olfato humano. En verdad, eso es lo que creía. El criado aventuró la hipótesis de la presencia de ratas, pero yo la rebatí puesto que en aquel sitio no se las había visto al menos durante trescientos años y, en lo referente a los ratones de campo, difícilmente habrían podido trepar hasta tan altos muros y, además, tampoco nunca se los había visto merodear por allí. El capitán Norrys, a quien consulté aquella misma tarde, coincidió conmigo en que era francamente increíble que de pronto los ratones de campo invadieran masivamente el priorato. Así tranquilizado, aquella noche liberé al criado de sus tareas de asistencia a mi persona, y me retiré al dormitorio de la torre que daba al oeste. Se llegaba a ella desde el estudio por una escalinata de piedra y luego de atravesar una pequeña galería, la escalera —parte vieja y parte nueva— y la galería completamente restaurada. La habitación era circular, de techo alto, sin revestimiento; en las paredes colgaban algunos tapices que había comprado en Londres. Me aseguré que Nigger-Man estuviese conmigo, cerré la puerta y me acosté a la luz de unas lamparillas eléctricas que se parecían mucho a bujías. Poco después apagué la luz y me hundí en la mullida cama, sintiendo el peso del gato a mis pies. No cerré las cortinas; así pude mantener la mirada perdida en la angosta ventana que daba al norte. Un preanuncio del amanecer se dibujaba en el cielo. Poco después debí quedarme apaciblemente dormido, pues recuerdo perfectamente salir de profundos y gratos sueños cuando el gato dio un súbito respingo. Pude verlo recortado contra la evanescente luz de la aurora que se dibujaba en la ventana. Mantenía la cabeza tensa, las patas hundidas en mis tobillos. Tenía los ojos clavados en un punto de la pared ubicado al oeste de la ventana, sitio en el que mi vista no encontraba nada digno de referir, pero donde se habían concentrado mis cinco sentidos. Tras unos momentos descubrí el motivo de la excitación de Nigger-Man. No sabría decir si los tapices se movieron o no, aunque en ese momento me pareció que sí. En cambio, no tengo dudas que tras los tapices se oyó un ruido, tenue pero nítido, como de ratas o ratones escabulléndose precipitadamente. En ese preciso instante el gato se arrojó literalmente sobre el tapiz de colores llamativos haciéndolo caer y dejando al descubierto un antiguo y húmedo muro de piedra, reparado en varios sectores por los
restauradores; de roedores, ningún rastro. Nigger-Man olisqueó escrupulosamente el muro, desgarró el tapiz caído e incluso intentó introducir sus garras entre la pared y el zócalo. No encontró nada, por lo que luego de un rato volvió muy fatigado a su posición inicial, a mis pies. Yo no me había movido de la cama, pero no pude volver a dormir en el resto de la noche. Al día siguiente pregunté a la servidumbre si había notado algo anormal durante la noche; nadie había advertido nada, excepto la cocinera, quien recordaba el extraño comportamiento de un gato que estaba tendido en el alféizar de la ventana. A cierta hora el gato se había puesto a maullar, despertando a la cocinera justo para verlo lanzarse desesperado escaleras abajo. Tras una ligera modorra a continuación del almuerzo, fui a visitar al capitán Norrys, quien se interesó especialmente en mi relato de lo ocurrido la noche anterior. Los extraños sucesos —a la vez tan curiosos— apelaban a su sentido de lo pintoresco y, en consecuencia, le traían a la memoria infinidad de historias locales sobre fantasmas. No conseguíamos explicar racionalmente la presencia de ratas y lo único a que atinó Norrys fue a facilitarme unas trampas y veneno que, una vez en casa, ordené a los criados colocaran en lugares estratégicos. Pronto me fui a la cama pues estaba con mucho sueño. Sin embargo, mientras dormía tuve horribles pesadillas. En ellas me despeñaba rodando vertiginosamente desde una gran altura a una gruta tenuemente iluminada, cuyo piso estaba cubierto por una gruesa capa de estiércol. En la gruta había una suerte de diablo porquerizo de barba canosa que arreaba con su bastón un rebaño de bestias flácidas y con forma de hongo, cuya presencia me produjo una frenética repugnancia. El porquerizo se detenía un instante a divisar su rebaño; en ese momento un indescriptible enjambre de ratas llovía del cielo sobre el pestilente abismo y devoraban a las bestias y al hombre. En medio de tan aterradora pesadilla, me desperté súbitamente a causa de bruscos movimientos de Nigger-Man, que hasta un instante antes dormía tendido mis pies. Esta vez no fue necesario inquirir por el origen de sus bufidos y resoplidos ni del miedo que instintivamente le llevaba a hundir sus garras en mis tobillos; las paredes de la habitación exhalaban un repugnante ruido, el producido por enormes ratas, seguramente famélicas, al desplazarse. Encendí la luz y pude ver el tapiz —que había sido reemplazado— en medio de una espantosa sacudida que producía en los ya de por sí originales dibujos una especie de tétrica danza de la muerte. La agitación del tapiz fue fugaz, así como los ruidos. Salté de la cama, examiné el tapiz con el largo mango del calentador de cama. Con el improvisado instrumento lo levanté y miré qué había debajo. Nuevamente sólo se veía el reparado muro de piedra. Para entonces el gato se había tranquilizado. Al inspeccionar la trampa circular que había puesto en la habitación, comprobé que todos los orificios estaban forzados, aunque no había rastro alguno de ratas. Por supuesto que ni se me ocurrió volver a la cama, así que encendí una vela, abrí la puerta, salí a la galería que terminaba en la escalinata de piedra que llevaba a mi estudio. Nigger-Man no se separaba de mis talones. Sin embargo, antes de llegar a la escalera, el gato salió disparado hacia adelante y desapareció de mi vista. Mientras bajaba por la escalera, me llegaron unos sonidos producidos en la gran habitación que
quedaba debajo, sonidos inconfundibles. Los muros revestidos de artesonado roble hervían de ratas que correteaban en medio de un gran frenesí; Nigger-Man corría de un lado al otro, con la desesperación del cazador que se siente burlado. Al llegar abajo, encendí la luz, pero esta vez ésa no fue razón para que cesara el ruido. Las ratas seguían activas en medio de tal baraúnda que llegué a distinguir con precisión el sentido de su desplazamiento. Las bestias, al parecer en cantidad infinita, iban en una impresionante migración desde una impredecible altura hacia una profundidad abismal. Escuché ruido de pasos humanos en el corredor y poco después dos criados abrían la sólida puerta. Rastrearon toda la casa buscando el origen de aquella conmoción que echó a maullar a todos los gatos de la casa, mientras se abalanzaban sobre la cerrada puerta del sótano. Pregunté a los criados si habían visto a las ratas. Me respondieron que nadie las había visto. Junto con ellos, bajé hasta la puerta del sótano, de donde ya se habían dispersado los gatos. Tomé la decisión de explorar la cripta que había debajo, pero por el momento me limité a revisar las trampas. Todas habían saltado, pero no tenían ninguna rata. Satisfecho que sólo los gatos y yo hubiésemos oído a las ratas, me quedé en mi estudio hasta que llegó el día, pensando denodadamente sobre la causa de todo aquello y recordando todas las leyendas que había recopilado para extraer las referencias que hacían al edificio. Durante la mañana conseguí dormir un rato, reclinado sobre el único sillón confortable de la habitación. Cuando desperté, llamé por teléfono al capitán Norrys, quien poco después se hizo presente y me acompañó a explorar el sótano. No encontramos absolutamente nada, aunque sí averiguamos, no sin un estremecimiento, que la cripta había sido construida durante el tiempo de los romanos. Los arcos bajos y los sólidos pilares eran de estilo romano, no de ese degradado estilo de los sajones, sino del severo y armónico clasicismo del tiempo de los césares. En las paredes volvían a aparecer inscripciones familiares a los arqueólogos que habían trabajado en el lugar; se leía: «P.GETAE, PROP... TEMP... DONA...» o «L.PRAEC... VS... PONTIFI... ATYS...» y otras cosas más. La referencia a Atys me perturbó, porque había leído a Cátulo, quien habla de los espeluznantes ritos que se ofrendaban al dios oriental, ritos que casi se confundían con los debidos a Cibeles. A la luz de unas linternas, Norrys y yo tratamos de descifrar los extraños y descoloridos dibujos trazados sobre unos bloques de piedra irregularmente rectangulares, seguramente altares. Nos vino a la memoria que uno de aquellos dibujos, una suerte de sol que proyectaba rayos en todas direcciones, sirvió a los arqueólogos para demostrar su origen no romano, sino de un tiempo muy anterior. Sobre uno de los bloques se veían unas manchas marrones muy significativas. El más grande de todos, que se encontraba en medio de la estancia, tenía en su cara superior ciertos rastros que indicaban el paso del fuego: seguramente sobre él se hacían ofrendas incineradas. En lo esencial eso era todo lo que se veía en la cripta, frente a cuya puerta los gatos se habían concentrado a maullar desesperadamente. Norrys y yo decidimos pasar la noche en aquel lugar. Ordené a los criados que bajaran dos divanes, les advertí que no se preocuparan por la conducta que los gatos pudiesen mostrar durante la noche y admití a Nigger-Man como acompañante y ayudante. Nos pareció del caso cerrar herméticamente la gran puerta de roble. La cripta estaba situada por debajo de los cimientos del priorato, en la cara del precipicio que dominaba el inhóspito valle. Tenía la certeza que hacia allí se habían desplazado las ratas. En medio de la expectante vigilia, se apoderaban de mí sueños no del todo formados, de los que me rescataban los intranquilos movimientos del gato que, como siempre, estaba a mis pies. Los sueños eran tan espeluznantes como los de la noche anterior. Otra vez aparecía la siniestra gruta, el porquero con sus inmundas bestias hozando en el estiércol. Podía ver con más precisión la fisonomía de éstas, me acercaba a ellas cada vez más hasta que desperté profiriendo un alarido que hizo dar un violento salto a Nigger-Man, en tanto que el capitán Norrys, que no había pegado ojo, se echaba a reír a carcajadas. Más se habría reído de haber conocido el motivo del alarido. Pero ni yo mismo lo recordé de inmediato; el horror absoluto tiene la facultad de disolver la memoria. Poco después comenzó a manifestarse el extraño fenómeno. El capitán Norrys me sacudió levemente, instándome a que escuchara el ruido de los gatos. ¡Vaya si se escuchaba! Al otro lado de la cerrada puerta, al pie de la escalinata de piedra, se oía un pandemónium de gatos aullando y arañando la madera. Por su parte, Nigger-Man corría frenéticamente a lo largo de los muros de piedra, en cuyo interior se sentía la misma baraúnda de ratas de la noche anterior. Me ganó una sensación de terror, pues todo aquello no podía explicarse racionalmente. A menos que fuesen producto de un delirio que yo compartía con los gatos, aquellas ratas debían escabullirse a una madriguera emplazada en medio de los muros romanos que hasta donde yo sabía estaban hechos de sólidos bloques de roca caliza. Llegué a imaginar que al cabo de diecisiete siglos, el agua tal vez habría excavado túneles que luego los animales se encargarían de
ensanchar y conectar entre sí. Pese a estos intentos de explicación, el horror me paralizaba porque suponiendo que fuesen alimañas de carne y hueso, ¿por qué Norrys no oía el repugnante alboroto? ¿Por qué sólo me pidió que observara a Nigger-Man y que escuchara los maullidos de los gatos de afuera? Cuando estuve en condiciones de confiarle, lo más racionalmente posible, lo que creía estar oyendo, hasta mis oídos llegó el último acorde del escalofriante barullo. Ahora el ruido parecía apagarse, se oía aún más abajo, mucho más abajo del sótano, hasta el extremo que todo el precipicio parecía acribillado por ajetreadas ratas. Norrys no estaba tan escéptico como yo había supuesto; parecía profundamente agitado. Mediante señas me comunicó que había cesado el alboroto de los gatos, otra vez cazadores defraudados. Mientras tanto, Nigger-Man era invadido nuevamente por el desasosiego y se ponía a escarbar tenazmente en la base del gran altar de piedra. En ese momento mi terror llegaba al paroxismo. El capitán Norrys, hombre mucho más joven y fornido, y presumiblemente bastante más pragmático que yo, también se veía inquieto, tal vez porque conocía muy bien las leyendas locales. Ambos nos limitábamos a observar como NiggerMan hundía sus garras, cada vez con menos entusiasmo, en la base del altar; de tanto en tanto alzaba la cabeza, me miraba y maullaba. Norrys acercó una linterna al altar para examinar de cerca el sitio donde el gato excavaba. Se arrodilló y arrancó unos líquenes que seguramente estaban allí desde hacía siglos. Pero, pese a mucho escarbar, no encontró nada singular y cuando volvía a levantarse, advertí algo trivial que, sin embargo, hizo que me estremeciera. Comuniqué el descubrimiento a Norrys y ambos nos pusimos a investigar el hallazgo casi imperceptible con el entusiasmo propio de quien se encuentra con una pista que confirma lo acertado de sus sospechas. Se trataba de lo siguiente: la llama de la linterna que reposaba sobre el altar se movía, tenue pero perceptiblemente, por acción de una corriente de aire que sin duda había comenzado a soplar por la ranura que había entre el suelo y el altar, precisamente en el sitio donde Norrys había estado desbrozando los líquenes. Concluimos la noche en el estudio, discutiendo los próximos pasos que debíamos emprender. El descubrimiento de aquella cripta, que había pasado inadvertida a los
especialistas que durante siglos se dedicaron a explorar el edificio, nos produjo una considerable excitación. Por cierto que éramos profanos en todo lo que se relacionara con lo siniestro, circunstancia que nos colocaba ante un dilema: abandonar cualquier acción ulterior —y el propio priorato— en nombre de una precaución supersticiosa o alimentar nuestro sentido de la aventura y el riesgo, fuesen cuales fueren los horrores que nos depararan aquellos insondables abismos. De mañana llegamos a un acuerdo. Buscaríamos en Londres científicos y arqueólogos capacitados para desentrañar aquel misterio. Debe decirse también que antes de dejar el sótano hicimos vanos e ingentes esfuerzos por mover la gran piedra del altar central, portada de acceso, como ahora lo reconocíamos, a abismos de indescriptible terror. A hombres más sabios y más capacitados que nosotros les correspondería develarlos. Permanecimos un largo tiempo en Londres, durante el que dimos a conocer nuestras experiencias, conjeturas y las legendarias anécdotas a cinco calificadas autoridades científicas, personas que además sabrían tratar con la debida discreción cualquier aspecto delicado del pasado familiar que pudieran revelar las investigaciones. La mayor parte de ellos mostraron gran interés por el asunto. No me parece del caso dar el nombre de todos ellos, pero sí puedo decir que entre ellos se encontraba Sir William Brinton, cuyos trabajos en el Troad, en su momento concitaron la atención de todo el mundo. Durante el viaje en tren con ellos rumbo a Anchester se apoderó de mí algo así como un desasosiego, como si estuviera en la víspera de atroces revelaciones. Desazón también se advertía en el rostro de muchos de los norteamericanos que vivían en Londres, por la inesperada muerte de su presidente, ocurrida del otro lado del océano. En la tarde del 7 de agosto llegamos a Exham Priory. Los criados me informaron que durante mi ausencia no había ocurrido nada digno de curiosidad. Todos los gatos se habían mostrado tranquilos y ninguna trampa daba muestras de haber sido tocada. Las investigaciones tendrían comienzo al día siguiente.
Por el momento me dediqué a asignar a mis huéspedes habitaciones provistas de todo lo necesario para hacer confortable su estadía. De noche me fui a mi habitación de la torre, acompañado del siempre fiel Nigger-Man. Pronto me dormí y fui asaltado, otra vez, por espantosos sueños. Una de las pesadillas me colocaba en una fiesta romana del tipo de la Trimalción, donde debía presenciar una repugnante monstruosidad sobre una fuente cubierta. Nuevamente volvió, recurrente, la pesadilla del porquero y su hediondo rebaño en la gruta tenebrosa. Cuando desperté ya era de día y en las habitaciones de abajo no se oía ningún ruido. Las ratas, ya fuesen reales o imaginarias, no me habían molestado; lo mismo le había pasado a Nigger-Man, que dormía plácidamente a mis pies. Ya abajo, comprobé que en el resto de la casa reinaba la más absoluta tranquilidad. Según la hipótesis de uno de los científicos que me acompañaban, alguien de apellido Thornton, especialista en fenómenos psíquicos, ello era debido a que en ese momento se me develaba lo que determinadas fuerzas desconocidas deseaban que viese, hipótesis que, a decir verdad, me pareció un absurdo. Todo estaba listo, así que a eso de las once, los siete hombres que formábamos el grupo, cargando focos eléctricos y herramientas para excavación, bajamos al sótano y cerramos con llave la puerta tras nosotros. También nos acompañaba Nigger-Man, ya que los investigadores consideraron útil aprovechar su aguzada percepción para el caso que se produjeran difusas manifestaciones de presencia de roedores. Poca atención prestamos a las inscripciones y a los dibujos del altar; tres de los científicos ya los habían visto y los demás estaban al tanto de sus características. En cambio, el altar central concentró todos los esfuerzos; luego de una hora de duro trabajo, Sir William Brinton había conseguido desplazarlo hacia atrás empleando una especie de palanca totalmente desconocida para mí. De este modo se desplegó ante nuestra vista un espectáculo inaudito, frente al que no habríamos sabido cómo
reaccionar si no hubiésemos estado prevenidos. A través de un agujero casi cuadrado abierto sobre el enlosado suelo y desparramados en un tramo de escalera tan desgastado que parecía casi una superficie plana, con una leve inclinación en el centro, podía verse un espantoso amasijo de huesos humanos o, por lo menos, semihumanos. Los esqueletos, que conservaban la última posición vital, revelaban gestos de pánico y todos habían sido mondados por los roedores. Ningún rasgo de aquellos cráneos permitía suponer que pertenecieran a seres con alto grado de idiocia o cretinismo y, mucho menos, a antropoides prehistóricos. Sobre los escalones atiborrados de esos restos se abría, en forma de arco, un pasadizo descendente, al parecer excavado en la roca viva, por el cual circulaba una corriente de aire. Ésta no era una bocanada impregnada de hediondez, propia de una cripta cerrada sino una muy agradable brisa fresca. Luego de un momento de vacilación, en medio de escalofríos nos dispusimos a abrirnos paso escaleras abajo. Tras examinar escrupulosamente los labrados muros, Sir William nos comunicó la sorprendente observación que el pasadizo, a juzgar por las huellas de los golpes, debía haber sido trabajado desde abajo. Ha llegado el momento en que debo pensar detenidamente lo que digo y elegir muy cuidadosamente las palabras. Después de avanzar un trecho en medio de los roídos huesos, vimos una luz frente a nosotros. No era una fosforescencia ni nada así, sino la luz solar filtrada cuyo único origen posible debía ser el de ignoradas fisuras abiertas sobre la ladera del precipicio. Por cierto que no resultaba extraño que desde el exterior nunca se hubieran advertido esas hendiduras, ya que además que el valle siempre estuvo totalmente despoblado, la altura y lo escarpado del precipicio eran tales que habría sido necesario un aeronauta para estudiar la pared en detalle. Caminamos unos pasos más y el espectáculo que se presentó ante nuestra vista nos dejó literalmente sin aliento. Tan literalmente que Thornton, el especialista en fenómenos psíquicos, se desplomó desvanecido en brazos del azorado expedicionario que iba tras él. Norrys, lívido e inerte, lanzó un grito inarticulado y en lo que a mí respecta, creo que emití un resuello o ronquido y me tapé los ojos. El hombre que marchaba a mis espaldas —el único que tenía más edad que yo— pronunció el trillado: «¡Dios mío!» con una voz quebrada que aún recuerdo. De toda la expedición, sólo Sir William Brinton conservó la sangre fría, mérito que debe reconocérsele, especialmente si se repara que al encabezar el grupo debió ser el primero en verlo todo. Estábamos ante una gruta iluminada por una mortecina luz que venía muy desde lo alto y cuya prolongación escapaba a nuestro campo visual. Era un universo subterráneo de insondable misterio y oscuras premoniciones. Podían verse edificaciones y otros restos arquitectónicos — con mirada aún enturbiada por el pánico divisé un singular túmulo, un impresionante círculo de monolitos, ruinas romanas de bóveda baja, los restos de una pira fúnebre sajona y hasta una primitiva construcción inglesa de madera—, pero todo esto era trivial ante el abominable espectáculo que se extendía hasta donde la vista podía llegar: una demencial maraña de huesos humanos, o de aspecto humano, igual a los que habíamos visto antes. Como si fuera un espumante mar, los huesos cubrían todo. Unos estaban sueltos, otros aún permanecían articulados en esqueletos que denotaban posturas de diabólico frenesí, de repeler ataques o de consumar intenciones caníbales. El doctor Trask, el antropólogo del grupo, intentó identificar los cráneos, pero se encontró con una degradada mezcolanza que le causó gran perplejidad. La mayoría de ellos pertenecían a seres muy anteriores al hombre de Piltdown, aunque de todos modos estaba fuera de toda discusión su origen humano. Muchos eran de grado superior y sólo algunos podían atribuirse a seres con cerebro y sentidos plenamente desarrollados. Prácticamente no había hueso que no estuviese roído, en especial por las ratas, pero también por otros seres de aquel aquelarre infernal. Entre ellos también se veían huesecillos de ratas. No creo que ninguno de nosotros conservase intacta su lucidez durante aquel día abrumado por horribles descubrimientos. Hoffmann ni Hyusmans jamás habrían podido imaginar escenas más increíbles, más pesadillescamente repulsivas, más atrozmente góticas que las que ofrecía aquella tenebrosa gruta por la que avanzábamos como sonámbulos. Las revelaciones se sucedían una tras otra y creo que todos tratábamos de bloquear los pensamientos que nos llevaran a explicar lo que podría haber sucedido en aquel lugar trescientos, mil, dos mil o hasta diez mil años antes. Estábamos en la antesala del infierno. El desdichado Thornton volvió a desvanecerse cuando Trask le comunicó que algunos de aquellos esqueletos debían descender directamente de cuadrúpedos. La interpretación de las ruinas arquitectónicas también nos condujo a una sucesión de horrores. Los seres cuadrúpedos debían haber vivido en cuevas de piedra de donde debieron escapar por hambre o miedo a los roedores. Las ratas se contaban por legiones y evidentemente se habían cebado con las verduras ordinarias, cuyos residuos aún podían encontrarse en el fondo de grandes recipientes de piedra. Entendía ahora por qué mis antepasados cultivaban aquellos huertos inmensos. ¡Ojalá pudiese olvidarlo todo! No fue preciso inquirir sobre el propósito
de aquellas diabólicas huestes de roedores. Iluminando con su proyector la ruina romana, Sir William leyó en voz alta el más sorprendente ritual jamás conocido y habló de la dieta alimenticia del culto antediluviano que encontraron los sacerdotes de Cibeles y juntaron al suyo propio. Aunque acostumbrado a la vida de las trincheras, Norrys no podía caminar erguido al salir de la construcción inglesa. Por mi parte, me animé a entrar en lo que resultó ser la construcción sajona, cuya puerta de roble se encontraba en el suelo; encontré una hilera de celdas de piedra con barrotes carcomidos por el óxido. Tres estaban ocupadas por esqueletos pertenecientes a seres superiores y en el dedo índice de uno de ellos pude ver un sello con nuestro escudo de armas. Sir William halló una cripta con celdas aún más antiguas debajo de la capilla romana; esta vez todas estaban desocupadas. Más abajo había otra cripta de techo bajo, cribada de nichos con huesos prolijamente alineados, en algunos de los cuales se leían terribles inscripciones geométricas en latín, griego y lengua frigia. A su vez, el doctor Trask había abierto uno de los túmulos; en su interior había cráneos de poca capacidad, apenas más desarrollados que los de los gorilas, pero inscriptos con signos ideográficos indescifrables. Era notable la imperturbabilidad de mi gato ante aquellos espectáculos. Una vez lo descubrí subido a una pavorosa montaña de huesos y en su relampagueante mirada amarilla presentí secretos cuyo sentido se me escapaba. Luego de hacernos una ligera idea de las terribles revelaciones que escondía aquella parte de la tenebrosa caverna —lugar tan espantosamente presagiado en mi recurrente sueño—, volvimos al abismo aparentemente sin fin, donde no se filtraba ni un solo rayo de luz. Ignoraremos para siempre qué invisibles mundos estigios había más allá del muy pequeño trecho que recorrimos, pero coincidimos en que un mayor conocimiento en absoluto redundaría en beneficio alguno para la Humanidad. Pero aun en el escaso radio en que nos habíamos movido había suficientes cosas para atraer nuestra atención; unos pasos más y la luz de los focos se posó sobre infinitos pozos donde las ratas habían tenido un festín y cuyo agotamiento fue motivo para que las huestes famélicas se arrojaran, en primera instancia, sobre los rebaños de seres hambrientos de la gruta y luego escaparan en tropel del priorato para producir aquella devastadora ordalía que los lugareños ya nunca olvidarían. Los pozos eran realmente inmundos, con sus huesos quebrados y abiertos cráneos. ¡Simas de rebosantes huesos de pitecántropos, celtas, romanos e ingleses! Algunos de ellos estaban repletos y sería imposible aventurar alguna noción de profundidad. Otros tenían una profundidad mayor de la que podían entrever los focos y aun así se notaban abarrotados de cosas. Me pregunté que habría sido de las desventuradas ratas que cayeron en aquellos siniestros cepos en medio de la oscuridad de tan horrible Tártaro. De pronto mi pie resbaló hacia un horrendo foso, circunstancia que me inmovilizó de terror. Debí quedar paralizado un buen rato, porque excepto al capitán Norrys no conseguía ver a nadie del grupo. A continuación se oyó un ruido proveniente de la tenebrosa e infinita distancia que me parecía reconocer. También vi a mi viejo gato negro salir disparado, como si fuese un dios egipcio alado en pos de ignotos abismos de lo desconocido. El ruido no era tan lejano y rápidamente comprendí qué era: se trataba de una nueva estampida de las endiabladas ratas siempre a la búsqueda de nuevos horrores y decididas a que las siguiera hasta aquellas cavernas del centro de la Tierra, donde Nyarlathotep, el enajenado dios carente de rostro, aúlla en la oscuridad secundado por dos flautistas amorfos. Mi linterna se apagó, pero ello no significó que detuviera mi carrera. Escuchaba voces, alaridos, ecos, pero dominándolo todo se oía el siniestro e inconfundible corretear, al principio tenuemente, luego con mayor vértigo, como un cadáver rígido e hinchado deslizándose tranquilamente por un río de grasa que se escurre bajo infinitos puentes de ónix hasta volcarse súbita e inconteniblemente en un negro y putrefacto mar. Sentí que algo flácido y redondo me rozaba. ¡Las ratas! El viscoso, gelatinoso y voraz ejército que se nutre de vivos y muertos!... ¿Por qué las ratas no iban a comer a un De la Poer si los De la Poer nada se privaban de comer?... Si hasta la guerra se
había comido a mi propio hijo... ¡Al diablo con todo! Voraces lenguas de fuego yanquis habían devorado a Carfax, convirtiendo en cenizas al viejo Delapore y al secreto de la familia... ¡No, no, lo repito, no soy el porquero monstruoso de la gruta! ¡No era el rechoncho rostro de Norrys lo que había sobre aquel flácido ser en forma de hongo! Él seguía vivo, pero mi hijo había muerto... ¿Cómo pueden ser de un Norrys las tierras de un De la Poer?... Es vudú, puedo asegurarlo..., la serpiente manchada... ¡Maldito Thornton, te enseñaré a desmayarte ante las obras de mis ancestros! ¡Canalla! ¡Te enseñaré el gusto por la sangre! Magna Mater ¡Magna Mater!... Atys... Dia ad aghaidh'ad aoadaun... ¡Jagus bas dunach ort!... ¡Dhona’s dholas ort, agus leat-sa!... Ungl... ungl... rrlh... chchch... Según dicen, éstas son las cosas que yo musitaba cuando me encontraron en medio de las tinieblas, tres horas después. Me encontraba acuclillado sobre el cuerpo a medio devorar del capitán Norrys y Nigger-Man se abalanzaba sobre mí para clavar sus garras en mi garganta. Pero todo ha pasado ahora. Exham Priory se ha desvanecido en el aire, me han separado de mi viejo gato negro, me han confinado en esta enrejada habitación de Hanwell y sé que corren espantosos rumores acerca de mi mansión y de lo que en ella me ocurrió. Thornton está en una habitación cercana a la mía, pero no me permiten hablar con él. Cada vez que hablo del pobre Norrys, me acusan de haber hecho algo horrible; deberían saber que no fui yo. Deberían saber que fueron las ratas, las sigilosas y famélicas ratas, las que con su incesante ajetreo no me dejan conciliar el sueño, las diabólicas ratas que se pasan todo el tiempo correteando detrás de los acolchados muros de mi habitación y que me invitan a que las siga en la búsqueda de nuevos horrores que no pueden siquiera compararse con los hasta ahora conocidos, las ratas que nadie más que yo puede oír, las ratas, las ratas de las paredes.

FIN