martes, 30 de octubre de 2018

Semana de Halloween: Día 6

La duna
Stephen King

Cuando el juez sube al kayak bajo un radiante cielo matutino, proceso lento y premioso que requiere casi cinco minutos, se dice en una de sus reflexiones que el cuerpo de un viejo no es más que un saco de achaques e indignidades. Hace ocho décadas, cuando tenía diez años, se subía de un salto a la canoa de madera y soltaba amarras, sin voluminoso chaleco salvavidas ni preocupaciones, y desde luego sin el calzoncillo húmedo por las pérdidas de orina. Por entonces cada excursión a la pequeña isla sin nombre, a doscientos metros de tierra firme en las aguas del golfo, semejante a un submarino a medio sumergir, comenzaba con una gran emoción teñida de desasosiego. Ahora quedaba solo el desasosiego. Y un dolor que parece nacer en lo más hondo de sus entrañas e irradiarse en todas direcciones. Pero continúa emprendiendo esa excursión. Muchas cosas han perdido su encanto en estos últimos años lúgubres —casi todas—, pero no la duna del extremo opuesto de la isla. La duna, jamás. En los primeros tiempos de su exploración temía que desapareciera después de cada gran tormenta, y tras el huracán de 1944, que hundió el buque de la armada Warrington frente a Vero
Beach, tuvo la certeza de que así había sido. Pero cuando el cielo aclaró, allí seguía la isla. Y también la duna, pese a que los vientos de casi doscientos kilómetros por hora deberían haberse llevado toda la arena, dejando solo las rocas desnudas y las prominencias coralinas. A lo largo de los años el juez se ha preguntado muchas veces si la magia está en él o en la isla. Quizá esté en ambos, pero sin duda la mayor parte reside en la duna. Desde 1932 ha cruzado ese corto estrecho miles de veces. Por lo regular encuentra solo rocas, matorrales y arena, pero de vez en cuando hay algo más. Acomodado por fin en el kayak, rema lentamente desde la playa hasta la isla, su pelo encrespado y blanco se agita en torno a su cráneo casi calvo. Unos cuantos urubúes vuelan en círculo sobre él, enfrascados en su desapacible conversación. Antaño era el hijo del hombre más rico en la costa del golfo de Florida; luego fue abogado; luego fue juez de primera instancia en el condado de Pinellas; luego ocupó el cargo de magistrado del Tribunal Supremo del estado. Durante el mandato de Reagan se habló de su posible nombramiento para el Tribunal Supremo de Estados Unidos, pero ese momento no llegó, y una semana después de que el idiota de Clinton accediera a la presidencia, el juez Harvey Beecher —«juez» a secas para sus muchos conocidos (no tiene verdaderos amigos) de Sarasota, Osprey, Nokomis y Venice — se retiró. Bah, total nunca le gustó Tallahassee. Es un sitio muy frío. Además, está muy lejos de la isla, y de su peculiar duna. Durante esas excursiones en kayak por la mañana temprano, mientras surca a remo la corta distancia por aguas quietas, está dispuesto a admitir que es adicto a la isla. Pero ¿quién no sería adicto a algo así? En el abrupto lado oriental, una mata nudosa crece en la hendidura de una roca salpicada de guano. Es ahí donde amarra la canoa, y siempre pone especial cuidado en amarrarla bien. No le convendría quedarse allí aislado; aunque la finca de su padre (así es como todavía piensa en ella, pese a que el viejo Beecher abandonó este mundo hace ya cuarenta años) abarca más de tres kilómetros de terreno de primera categoría frente al golfo, la casa principal está tierra adentro, hacia la bahía de Sarasota, y nadie oiría sus gritos. Tommy Curtis, el guarda, tal vez reparara en su ausencia y fuese a buscarlo, pero lo más probable es que diera por supuesto que el juez estaba enclaustrado en su gabinete, donde con frecuencia pasa días enteros, trabajando, se supone, en sus memorias. En otro tiempo la señora Riley podía alarmarse si el juez no salía del gabinete a la hora del almuerzo, pero ahora él apenas come a mediodía (según ella, «está como un fideo», aunque nunca hace ese comentario en su presencia). No dispone de más servicio, y tanto Curtis como la señora Riley saben que se irrita cuando lo interrumpen. En realidad no es que haya gran cosa que interrumpir; en dos años ha añadido poco más que alguna frase a las memorias, y en el fondo sabe que nunca las terminará. ¿Las remembranzas inacabadas de un juez de Florida? Ahí no hay elementos trágicos. La única historia que podría escribir es la única que nunca escribirá. Tarda
en salir del kayak aún más que en subir, y vuelca, mojándose la camisa y el pantalón entre las pequeñas olas que ascienden por la playa de guijarros. Beecher no se disgusta por eso. No es la primera vez que se cae, y nadie lo ha visto. Supone que a su edad es un disparate emprender todavía esas excursiones, pese a lo cerca que está la isla de tierra firme, pero prescindir de ellas no es una opción. Un adicto es un adicto. Beecher se pone en pie con considerable esfuerzo y se lleva la mano al vientre hasta que el dolor remite. Se sacude la arena y las pequeñas conchas del pantalón, asegura el amarre y a continuación avista un urubú, posado en la mayor roca de la isla, desde donde lo observa. —¡Uh! —exclama con esa voz que ahora aborrece, cascada y vacilante, la voz de una arpía vestida de negro—. ¡Uh, uh! ¡Ocúpate de tus asuntos, cabrón! El urubú, tras agitar brevemente sus desastradas alas, se queda donde está. Con sus ojos relucientes parece decir: Pero es que hoy, juez, mi asunto es usted. Beecher se agacha, elige una concha más grande y se la arroja al ave. Esta vez sí la ahuyenta, y el aleteo suena como el flamear de una tela. El pájaro cruza el corto estrecho y se posa en el embarcadero. Un mal augurio en todo caso, piensa el juez. Recuerda que Jimmy Caslow, de la policía de carretera de Florida, le dijo una vez que los urubúes no solo sabían dónde estaba la carroña, sino también dónde estaría. «No se imagina —dijo Caslow— la de veces que he visto esos espantajos volar en círculo sobre la carretera de Tamiami allí donde se producirá un accidente mortal uno o dos días después. Parece absurdo, ya lo sé, pero cualquier agente de tráfico de Florida se lo confirmará.» En la pequeña isla sin nombre casi siempre hay urubúes. El juez Beecher supone que para ellos ese paraje huele a muerte, ¿y por qué no? Enfila el pequeño sendero que tantas veces ha hollado a lo largo de los años. Echará un vistazo a la duna, al otro lado de la isla, donde la playa es arenosa, no de piedras y conchas, y después regresará al kayak y se beberá la botella de té frío. Tal vez descabece un sueño bajo el sol de la mañana (últimamente se adormece a menudo, como supone que les pasa a la mayoría de los nonagenarios), y cuando despierte (si despierta), emprenderá el viaje de regreso. Se dice que la duna será solo una lisa pendiente de arena virgen, como lo es casi todos los días, pero sabe que esta vez no será ese el caso. El condenado urubú también lo sabía. Pasa largo rato en el lado arenoso, sus dedos, deformes por la edad, entrelazados tras él en un nudo. Le duele la espalda, le duelen los hombros, le duelen las caderas, le duelen las rodillas; le duele, sobre todo, el vientre. Pero no presta atención a nada de eso. Quizá más tarde sí, pero ahora no. Contempla la duna, y lo que hay escrito en ella. —Ya sé a qué se refería, hijo —ataja el juez—. No me ofendo. Pero ya que lo pregunta… ¿conoce el dicho de que quien actúa como abogado de sí mismo tiene un necio por cliente? Wayland sonríe. —Lo he oído, y lo he utilizado muchas veces en mi función de abogado de oficio cuando un miserable acusado de violencia doméstica o de atropello y fuga me dice que se propone asumir su propia defensa en el juicio. —No lo dudo, pero he aquí la versión no abreviada: un abogado que actúa como abogado de sí mismo tiene un gran necio por cliente. Es aplicable por igual al derecho penal, al derecho civil y al derecho de sucesiones. ¿Así pues, nos ponemos manos a la obra? El tiempo
apremia. —Esto último lo piensa en más de un sentido. Se ponen manos a la obra. La señora Riley ha dejado hecho café descafeinado, que Wayland rechaza en favor de una coca-cola. Toma abundantes notas mientras el juez dicta los cambios con su seca voz de juzgado, modificando antiguos legados y añadiendo otros nuevos. Entre los nuevos, el más sustancioso — cuatro millones de dólares— se destina a la Fundación para la Conservación de la Fauna y la Playa del Condado de Sarasota, a condición de que esta eleve a la asamblea legislativa del estado la petición de que cierta isla situada frente a la costa de Pelican Point sea declarada reserva natural con carácter permanente y dicha solicitud se apruebe. —Lo conseguirán sin mayor problema —asegura el juez—. Puede ocuparse usted mismo de la parte jurídica en representación de ellos. Preferiría que fuese pro bono, pero naturalmente eso lo dejo en sus manos. Bastaría con un viaje a Tallahassee. Es un pedazo de tierra insignificante, allí no crece nada, solo unos cuantos arbustos. El gobernador Scott y sus compinches del Tea Party estarán encantados. —¿Y eso por qué, juez? —Porque la próxima vez que la Fundación para la Conservación de la Fauna acuda a suplicarles dinero, podrán decir: «¿No acaba de dejarles el juez Beecher cuatro millones? Largo de aquí o los echamos de una patada en el culo». Wayland coincide en que probablemente ese sea el desenlace, y los dos pasan a los legados de menor cuantía. —En cuanto tenga un borrador en limpio, necesitaremos dos testigos y un notario —dice Wayland cuando terminan. —Ultimaré ese trámite con este mismo borrador, para mayor seguridad —anuncia el juez—. Si me ocurriera algo entretanto, esto tendría ya valor. Nadie va a impugnarlo; los he sobrevivido a todos. —Una precaución muy sensata, juez. No estaría de más dejarlo resuelto esta misma noche. Imagino que el guarda de la finca y el ama de llaves no… —No volverán hasta mañana a las ocho —dice Beecher—, pero esto será el primer asunto del día. Harry Staines, que vive en Vamo Road, es notario, y con mucho gusto se pasará por aquí antes de ir a su despacho. Me debe un favor o seis. Déjeme a mí ese documento, hijo. Lo guardaré en mi caja fuerte. —Debería hacer al menos una… —Wayland mira la mano nudosa extendida del juez, y su voz se apaga gradualmente. Cuando un juez del Tribunal Supremo del estado (aunque sea un juez retirado) tiende la mano, toda objeción debe cesar. Qué más da, en cualquier caso solo es un borrador con anotaciones, que pronto será sustituido por una versión en limpio. Entrega el testamento sin firmar y observa a Beecher mientras este se pone en pie (visiblemente dolorido) y tira de un cuadro de los Everglades de Florida que bascula sobre bisagras ocultas. El juez introduce la combinación, sin intentar siquiera tapar la botonera, y deja el testamento encima de un revoltijo de dinero en efectivo, o eso le parece ver a Wayland. Diantres. —¡Listo! —dice Beecher—. Asunto zanjado. Salvo por lo que se refiere a la firma, claro está. ¿Le apetece una copa para celebrarlo? Tengo un whisky de malta excelente. —Bueno… supongo que una no me hará daño. —A mí nunca me hacía daño, pero ahora sí me sienta mal, así que discúlpeme si no
lo acompaño. Hoy por hoy el café descafeinado y un poco de té azucarado son las bebidas más fuertes que tomo. Molestias de estómago. ¿Hielo? Wayland levanta dos dedos, y Beecher echa dos cubitos a la bebida con la lenta ceremoniosidad de la vejez. Wayland toma un sorbo, y el color asoma de inmediato a sus mejillas. Es el rubor, piensa el juez, propio de un hombre aficionado a remojar el gaznate. Cuando Wayland deja el vaso, dice: —¿Puedo preguntar, si no es indiscreción, a qué se debe tanta prisa? Doy por sentado que está usted bien, ¿no? Molestias de estómago aparte. El juez duda que sea eso lo que el joven Wayland da por sentado. No está ciego. —Así así —contesta, moviendo la mano en un gesto de vaivén a la vez que se sienta con un gruñido y una mueca. Después, tras reflexionar, añade—: ¿De verdad le interesa saber a qué se debe la prisa? Wayland se detiene a pensar antes de responder, y Beecher valora ese detalle. Al cabo de un momento asiente con la cabeza. —Tiene que ver con la isla de la que acabamos de ocuparnos. Probablemente usted ni se ha fijado en ella, ¿verdad que no? —Pues, para serle sincero, no. —Casi nadie se ha fijado. Apenas se eleva por encima del agua. Las tortugas marinas ni se molestan en visitar esa vieja isla. Sin embargo, es especial. ¿Sabía usted que mi abuelo combatió en la guerra de Cuba? —No, no lo sabía. —Wayland habla con exagerado respeto, y Beecher sabe que el muchacho cree que desvaría. El muchacho se equivoca. Beecher nunca ha tenido la mente más clara, y ahora que ha empezado, descubre que desea contar esa historia al menos una vez antes de… Bueno, antes. —Sí. Hay una fotografía suya en lo alto de la loma de San Juan. La tengo por aquí, en algún sitio. Mi abuelo sostenía que había combatido también en la guerra de Secesión, pero mis investigaciones… para mis memorias, ya sabe…, demostraron de manera concluyente que eso fue imposible. Por aquellas fechas no debía ni haber dado sus primeros pasos, si es que había nacido. Pero era un hombre muy propenso al fantaseo, y conseguía hacerme creer las historias más descabelladas. ¿Por qué no iba yo a creérmelas? Era solo un niño, no hacía mucho creía aún en Papá Noel y el Ratoncito Pérez. —¿Era abogado, como usted y su padre? —No, hijo, era ladrón. Largo de manos donde los haya. Echaba el guante a todo lo que se le ponía por delante. Solo que, como la mayoría de los ladrones que quedan impunes, y para muestra nuestro actual gobernador, se hacía llamar «hombre de negocios». Su principal negocio y el principal objeto de sus robos era la tierra. Compró en Florida terrenos baratos infestados de bichos y caimanes y los vendió caros a personas que debían de ser tan crédulas como lo era yo de niño. Una vez Balzac dijo: «Detrás de toda gran fortuna hay un delito». Esa máxima desde luego se cumple en el caso de la familia Beecher, y por favor no olvide que es usted mi abogado. Todo lo que digo debe considerarlo confidencial. —Sí, juez. —Wayland toma otro sorbo de su copa. Es el mejor whisky que ha probado con diferencia. —Fue el abuelo Beecher quien me llevó a fijarme en esa isla. Yo tenía diez años.
Aquel día había quedado bajo sus cuidados, y supongo que él quería paz y tranquilidad. O tal vez lo que quería era un poco de jolgorio. Había en la casa una doncella guapa, y quizá mi abuelo albergaba la esperanza de investigar debajo de su enagua. Así que me contó que Edward Teach —Cualquier otro día yo habría ido en busca del tesoro precisamente con ese niño, porque era mi mejor amigo y ya sabe cómo son los niños con sus mejores amigos. —Uña y carne —dice Wayland con una sonrisa. Quizá esté recordando a su propio mejor amigo de tiempos lejanos. —Unidos como una llave nueva en una cerradura nueva —coincide Wayland—. Pero era verano, y él se había ido con sus padres a visitar a la familia de su madre en Virginia o Maryland o algún otro estado de clima septentrional. Así que yo estaba solo. Pero escuche bien lo que le digo, abogado: el nombre real del niño era Robert LaDoucette. —Ya veo… —repite Wayland. El juez piensa que esa flemática muletilla podría llegar a resultar molesta con el tiempo, pero eso es algo que no va a tener que averiguar, así que lo deja correr. —Él era mi mejor amigo, y yo el suyo, pero formábamos parte de una pandilla de chicos, y todos lo llamábamos Robbie LaDoosh. ¿Ve adónde quiero ir a parar? —Creo que sí —contesta Wayland, pero el juez advierte que en realidad no lo ve. Es comprensible; Beecher ha dispuesto de mucho más tiempo para cavilar sobre esas cuestiones. A menudo en noches de insomnio. —Recuerde que yo tenía diez años. Si me hubiesen pedido que escribiera el nombre de mi amigo, lo habría hecho exactamente así. —Golpetea con el dedo el papel justo encima de las palabras ROBIE LADOOSH. Hablando casi para sí, añade—: Es decir, parte de la magia sale de mí. Por fuerza ha de salir de mí. La pregunta es: ¿qué parte? —¿Está diciéndome que no escribió usted ese nombre en la arena? —No. Pensaba que eso había quedado claro. —Entonces ¿fue alguno de sus otros amigos? —Eran todos de Nokomis Village, y ni siquiera conocían la existencia de esa isla. Nunca habríamos ido en canoa por propia iniciativa hasta un peñón minúsculo y sin el menor interés. Robbie sí sabía que esa isla estaba allí, él también vivía en Pelican Point, pero en ese momento se encontraba a cientos de kilómetros al norte. —Ya veo… —Mi amigo Robbie no volvió de aquellas vacaciones. Al cabo de una semana poco más o menos nos enteramos de que había sufrido una caída mientras montaba a caballo. Se partió el cuello. Murió en el acto. Sus padres quedaron desolados. Yo también. Se produce un silencio mientras Wayland reflexiona al respecto. Mientras los dos reflexionan. En algún lugar lejano un helicóptero bate el cielo por encima del golfo. La DEA en pos de narcotraficantes, supone el juez. Los oye todas las noches. Son los tiempos modernos, y en algunos sentidos —en muchos— se alegrará de librarse de ellos. —¿Está diciendo lo que creo que está diciendo? —pregunta Wayland por fin. —Pues no lo sé —responde el juez—. ¿Qué cree usted que estoy diciendo? Pero Anthony Wayland es abogado, y resistirse a dejarse arrastrar es un hábito arraigado en él. —¿Se lo contó a su abuelo? —El día que llegó el telegrama con la noticia sobre Robbie mi abuelo no estaba. Nunca se quedaba mucho tiempo en un mismo sitio. Tardamos seis meses o más en volver a verlo. No, me lo callé. Y al igual que María después de dar a luz al único hijo de Dios, medité esas cosas en mi corazón. —¿Y a qué conclusión llegó? —Seguí yendo en
canoa a la isla para observar esa duna. Eso debería contestar a su pregunta. No vi nada… y nada… y nada. Imagino que ya estaba a punto de olvidarme de todo aquello cuando una tarde fui allí después de clase y encontré otro nombre escrito en la arena. Grabado en la arena, para describirlo con la precisión propia de un juzgado. Tampoco esa vez vi ni rastro de un palo, aunque supongo que un palo podría haberse lanzado al agua. En esa ocasión el nombre era Peter Alderson. No significó nada para mí hasta pasados unos días. Era tarea mía ir hasta la entrada de la finca a recoger el periódico, y tenía por costumbre echar un vistazo a la primera plana mientras regresaba por el camino, que como usted sabrá, porque lo ha recorrido en coche, tiene su buen medio kilómetro de largo. En verano también comprobaba cómo les había ido a los Senators de Washington, porque en aquel entonces eran lo más parecido a un equipo sureño que teníamos. »Aquel día en particular captó mi atención un titular al pie de la primera plana: LIMPIACRISTALES RESULTA MUERTO EN UNA CAÍDA INEXPLICABLE. El pobre hombre estaba limpiando las ventanas de la segunda planta de la Biblioteca Pública de Sarasota cuando el andamio se vino abajo. Se llamaba Peter Alderson. Beecher advierte en la expresión de Wayland que cree que todo eso es una broma o una especie de elaborada fantasía que el juez está hilvanando. También ve que disfruta de su copa, y cuando hace ademán de rellenársela, Wayland no lo rechaza. Y en realidad poco importa que el joven lo crea o deje de creerlo. Sencillamente es un lujo poder contarlo. —Quizá ahora entienda por qué doy vueltas y más vueltas en mi cabeza a la duda de dónde reside esa magia —comenta Beecher—. Yo conocía a Robbie, y los errores ortográficos de su nombre eran mis errores. Pero no conocía de nada a ese limpiacristales. En todo caso fue entonces cuando la duna se adueñó de mí. Empecé a ir allí casi a diario, costumbre que he mantenido en mi vejez extrema. Respeto ese lugar, temo ese lugar, y sobre todo soy adicto a ese lugar. »A lo largo de los años han aparecido muchos nombres en esa duna, y las personas a quienes pertenecen los nombres siempre mueren. A veces ocurre al cabo de una semana, a veces al cabo de dos, pero nunca pasa más de un mes. Algunos eran de personas que yo conocía, y si las conocía por un apodo, era el apodo lo que veía. Un día, en 1940, remé hasta allí y vi ABUELO BEECHER escrito en la arena. Murió en Cayo Hueso tres días después. De un infarto. Con la expresión de quien sigue la corriente a un hombre mentalmente desequilibrado pero en realidad no peligroso, Wayland pregunta: —¿Intentó alguna vez interferir en ese… ese proceso? ¿Prevenir a su abuelo, por ejemplo, y recomendarle que fuera al médico? Beecher mueve la cabeza en un gesto de negación. —No supe que la causa era un infarto hasta que nos informó el forense del condado de
Monroe, ¿entiende? Podría haber sido un accidente, o incluso un asesinato. Desde luego había personas con motivos para odiar a mi abuelo; sus asuntos no eran precisamente de una pureza modélica. —Aun así… —Además, me daba miedo. Tenía la sensación, todavía la tengo, de que en esa isla se había entreabierto una trampilla. A este lado está lo que nos complacemos en llamar «el mundo real». Al otro está la maquinaria del universo, funcionando a toda velocidad. Solo un tonto metería la mano en una maquinaria así para intentar detenerla. —Juez Beecher, si quiere que su documento supere el procedimiento de validación, yo que usted mantendría la mayor reserva a ese respecto. Aunque piense que no queda nadie para impugnar el testamento, cuando hay en juego grandes sumas de dinero, aparecen primos terceros y cuartos como conejos del sombrero de un mago, y ya conoce el criterio establecido: «pleno uso de sus facultades». —Me lo he callado durante ochenta años —dice Beecher, y en su voz Wayland oye objeción denegada —. No he dicho una sola palabra hasta ahora. Y quizá deba señalar de nuevo, aunque no debería, que todas mis palabras quedan al amparo del deber de secreto profesional. —Ya veo —dice Wayland—. Bien. —Los días que aparecían nombres en la arena sentía siempre gran agitación…, una agitación malsana, sin duda…, pero el fenómeno me aterrorizó solo una vez. Esa única vez sentí un terror profundo, y hui a Pelican Point en mi canoa como alma que lleva el diablo. ¿Quiere que se lo cuente? —Por favor. Wayland se acerca el vaso a los labios y toma un sorbo. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, las horas facturables, facturables son. —Corría el año 1959. Yo estaba aún en Pelican Point. Siempre he vivido aquí, excepto los años que pasé en Tallahassee, y de esa etapa es mejor no hablar…, aunque ahora pienso que parte de mi aborrecimiento a esa ciudad provinciana y atrasada, quizá incluso la mayor parte, era solo una añoranza enmascarada por la isla, y la duna. Seguía preguntándome qué echaba de menos, compréndalo. A quién echaba de menos. La posibilidad de leer necrológicas con antelación proporciona una sensación de poder extraordinaria. Quizá eso a usted le parezca deplorable, pero así son las cosas. »A lo que iba. 1959: Harvey Beecher ejerce de abogado en Sarasota y vive en Pelican Point. Cuando llegaba a casa, a menos que lloviera a mares, siempre me ponía ropa vieja y remaba hasta la isla para echar una ojeada antes de la cena. Aquel día en particular había salido tarde del bufete, y para cuando varé en la isla, amarré y recorrí el trecho hasta el lado de la duna, el sol ya se ponía, grande y rojo, como tan a menudo en el golfo. Lo que vi me dejó de una pieza. Me quedé literalmente paralizado. »Esa noche no había solo un nombre escrito en la arena sino muchos, y en la luz roja de aquella puesta de sol parecían escritos en sangre. Se amontonaban, se superponían, se extendían por todas partes, arriba y abajo. Un tapiz de nombres cubría la duna a todo lo largo y ancho. Los más cercanos al agua estaban medio borrados. »Creo que grité. No lo recuerdo con certeza, pero sí, creo que así fue. Lo que sí recuerdo es que me sacudí la parálisis y eché a correr por el sendero tan deprisa como pude hasta llegar a donde tenía amarrada la
canoa. Tuve la sensación de que tardaba una eternidad en deshacer el nudo, y cuando lo conseguí, empujé la canoa por el agua antes de subir. Estaba empapado de la cabeza a los pies, y fue un milagro que no volcara. Aunque en aquellos tiempos habría podido volver a nado hasta la orilla fácilmente empujando la canoa. Hoy día ya no; ahora, si el kayak zozobrara, eso sería lo que la duna escribiría. —Sonríe—. Ya que hablamos de escribir. —Le sugiero, pues, que se quede en tierra, al menos hasta que el testamento esté firmado ante testigos y notario. El juez Beecher dirige una sonrisa glacial al joven. —No se preocupe por eso, hijo —dice. Mira hacia la ventana, y el golfo al otro lado. Tiene el rostro largo y pensativo—. Aquellos nombres… todavía los veo, disputándose el espacio en la duna roja como la sangre. Dos días después un avión de la TWA rumbo a Miami se estrelló en los Everglades. Murieron las ciento diecinueve personas que viajaban a bordo. La lista de pasajeros salió en el periódico. Reconocí algunos nombres. Reconocí muchos de ellos. —Vio eso. Vio esos nombres. —Sí. Después tardé meses en volver a la isla y me prometí no volver nunca más. Supongo que los drogadictos se hacen esa misma promesa sobre su droga, ¿no? Y yo, como ellos, al final sucumbí y caí otra vez en mi antiguo hábito. Ahora, abogado, ¿entiende por qué lo he hecho venir hasta aquí para modificar mi testamento, y por qué tenía que ser esta noche? Wayland no se cree una sola palabra, pero esa fantasía, como otras muchas, tiene su propia lógica interna. Es fácil de seguir. El juez ha cumplido los noventa; su tez en otro tiempo rubicunda ha adquirido ahora un color arcilla; su paso antes firme es ahora torpe y vacilante. Su dolor salta a la vista, y ha perdido más peso del que puede permitirse perder. —Supongo que hoy ha visto su nombre en la arena —dice Wayland. Por un momento el juez Beecher parece sorprendido y de pronto sonríe. Es una sonrisa horrenda, que transforma su rostro pálido y estrecho en el visaje de una máscara mortuoria.
—Ah, no —contesta—. El mío no.

FIN


Del libro "El bazar de los malos sueños" (2017)

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