Último aliento
Joe Hill
Un poco antes de mediodía entró una familia, un hombre, una mujer y su hijo. Eran los primeros visitantes del día —y Alinger suponía que también serían los únicos, pues el museo jamás se llenaba— y estaba libre para acompañarles en la visita guiada.
Los recibió en el guardarropa. La mujer seguía con un pie en las escaleras de entrada dudando si avanzar más. Miraba a su marido por encima de la cabeza de su hijo, con expresión incómoda, de indecisión. El marido le frunció el ceño. Tenía las manos en las solapas de su pelliza, pero parecía dudar si quitársela o no. Alinger había visto esto cientos de veces. Una vez que la gente había entrado y visto la tristeza fúnebre del vestíbulo, muchos empezaban a cambiar de opinión, a preguntarse si habían ido al sitio adecuado. Comenzaban a pensar en darse la vuelta y marcharse por donde habían venido. Sólo el niño parecía sentirse cómodo, y ya se estaba quitando la chaqueta y colgándola en una de las perchas que había en la pared, a baja altura.
Antes de que pudieran huir, Alinger carraspeó para llamar su atención. Una vez que lo veían, nadie se marchaba; en la pugna entre la incomodidad y los buenos modales casi siempre triunfaban estos últimos. Juntó las manos y les sonrió de manera, esperaba, tranquilizadora y bondadosa. Pero el efecto fue justo el opuesto. Alinger era un hombre de aspecto cadavérico, de casi metro noventa de estatura y sienes hundidas. Tenía los dientes (ocho, todos suyos) pequeños y tan grisáceos que parecían empastados. Al verlo el padre retrocedió un poco y la madre buscó inconscientemente la mano de su hijo.
—Buenos días. Soy el doctor Alinger. Por favor, pasen.
—Ah, hola —dijo el padre—. Sentimos molestarlo.
—No es ninguna molestia, estamos abiertos.
—Ah, estupendo —contestó el padre con un entusiasmo poco convincente—.
¿Entonces qué...? —Su voz se apagó y se quedó callado a mitad de frase, como si hubiera olvidado lo que iba a decir, no estuviera seguro de cómo expresarlo o no se atreviera.
Su mujer tomó el relevo.
—Nos dijeron que tenían ustedes una interesante exposición. ¿Es un museo de la ciencia?
Alinger les mostró de nuevo su sonrisa y al padre empezó a temblarle el párpado derecho con un tic nervioso.
—Les han informado mal —respondió—. Esto no es un museo de la ciencia, sino del silencio.
—¿Cómo? —dijo el padre mientras la madre se limitaba a fruncir el ceño—. Creo que sigo sin entenderle.
—Vamos, mamá —dijo el niño, soltando su mano de la de ella—. Vamos, papá. Quiero verlo. Vamos.
—Por favor —dijo Alinger saliendo del guardarropa y haciendo un gesto hacia el vestíbulo con su mano demacrada y de largos dedos—. Con mucho gusto les ofreceré una visita guiada.
Las persianas estaban echadas, de manera que la habitación, con sus paneles de madera de ébano, estaba tan oscura como un teatro justo antes de que suba el telón. Las vitrinas, en cambio, estaban iluminadas desde arriba por focos encastrados en el techo. Expuestas en mesas y pedestales había lo que parecían ser probetas de cristal vacías, tan pulidas que brillaban como bombillas y acentuaban la oscuridad que las rodeaba.
Cada probeta tenía adherido lo que parecía ser un estetoscopio con el diafragma directamente fijado al cristal con cinta adhesiva. Los auriculares parecían esperar a que alguien los cogiera y escuchara a través de ellos. El niño encabezó la marcha seguido de sus padres y de Alinger. Se detuvieron ante la primera pieza expuesta, un recipiente colocado en un pedestal de mármol situado justo después de la entrada a la sala.
—No tiene nada dentro —dijo el niño y miró a su alrededor inspeccionando toda la sala, el resto de probetas también cerradas—. Ninguna tiene nada dentro. Están vacías.
—Ja —dijo el padre sin ninguna alegría.
—No del todo vacías —intervino Alinger—. Cada recipiente está cerrado al vacío, sellado herméticamente y contiene el último aliento de un moribundo. Tengo la colección de últimos alientos mayor del mundo, más de cien. Algunos de estos frascos encierran el último soplo de vida de personas muy famosas.
Al oír esto la mujer se echó a reír, pero, al contrario que la del marido, la suya era una risa de verdad, no fingida. Se tapaba la boca con la mano y temblaba, pero no conseguía disimular la risa. Alinger sonrió. Llevaba años enseñando su colección al público y estaba acostumbrado a toda clase de reacciones.
El niño, sin embargo, se había vuelto hacia la probeta situada justo delante de él, con la mirada muy atenta. Cogió los auriculares de aquel aparato que parecía un estetoscopio pero no lo era.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—El muertoscopio —respondió Alinger—. Extremadamente sensible. Póntelo si quieres, oirás el último aliento de William S. Ried.
—¿Es alguien famoso?
Alinger asintió con la cabeza.
—Fue famoso durante un tiempo... famoso como lo son ciertos criminales: objeto de escándalo y fascinación. Hace cuarenta y dos años se sentó en la silla eléctrica y yo mismo certifiqué su muerte. Ocupa un lugar de honor en mi museo; el suyo fue el primer último suspiró que capturé.
Para entonces la mujer se había sobrepuesto a su ataque de risa, aunque seguía con un pañuelo sobre la boca y parecía esforzarse por reprimir otra carcajada.
—¿Qué fue lo que hizo? —preguntó el chico.
—Estrangular niños —contestó Alinger—. Los metía en un congelador y de vez en cuando los sacaba para mirarlos. La gente colecciona todo tipo de cosas, es lo que yo siempre digo. —Se inclinó hasta situarse a la altura del niño—. Adelante, escucha si quieres.
El niño cogió los auriculares y se los puso, con la mirada fija, sin parpadear, en el recipiente rebosante de luz. Escuchó atentamente durante unos minutos, pero después arqueó las cejas y frunció el ceño.
—No oigo nada —dijo mientras se disponía a quitarse los auriculares. Alinger lo detuvo.
—Espera. Hay diferentes clases de silencio. El silencio en una caracola marina. El silencio después de un disparo. El último suspiro de aquel hombre sigue aquí, pero tus oídos precisan tiempo para habituarse. Dentro de un rato lo oirás, su particular silencio final.
El niño agachó la cabeza y cerró los ojos mientras los adultos lo miraban.
Entonces sus ojos se abrieron de par en par y levantó la vista. Su cara regordeta resplandecía de emoción.
—¿Lo has oído? —le preguntó Alinger.
El niño se quitó los auriculares.
—Es como un hipo, sólo que al revés. ¿Sabes? Como... —Se detuvo y respiró jadeando en silencio.
Alinger le revolvió el pelo. La madre se pasó el pañuelo por los ojos.
—¿Es usted médico?
—Retirado.
—¿Y no le parece que esto es poco científico? Incluso si fuera usted capaz de capturar el último soplo de monóxido de carbono que exhalara alguien...
—Dióxido —dijo Alinger.
—No se oiría. No es posible embotellar el sonido del último aliento de alguien.
—No —convino Alinger—. Pero no se trata de un sonido embotellado, sólo de un silencio determinado. Todos tenemos distintos silencios. ¿Acaso su marido tiene el mismo silencio cuando está contento que cuando está enfadado con usted, señora mía? Sus oídos son capaces de discernir entre clases específicas de nada.
A la mujer no le gustó que la llamara señora mía, y entornó los ojos y abrió la boca para decir algo, pero su marido se le adelantó, proporcionando a Alinger una excusa para darle la espalda a su esposa. El marido se había acercado a un recipiente colocado sobre una mesa junto a la pared, cerca de un sillón tú y yo acolchado, de color oscuro.
—¿Cómo consigue coleccionar estos alientos?
—Uso un aspirador, una pequeña bomba de vacío que absorbe las exhalaciones de un moribundo. Lo llevo siempre en mi maletín de médico, por si acaso. Yo mismo lo he diseñado, aunque existen aparatos similares desde principios de siglo XIX.
—Aquí dice Poe —dijo el padre mientras acariciaba una tarjeta de marfil que había en la mesa, delante del recipiente.
—Sí —dijo Alinger—. Las personas llevan coleccionando últimos alientos desde que existe la maquinaria necesaria para hacerlo. Admito que pagué doce mil dólares por éste. Me la ofreció el bisnieto del médico que lo vio morir.
La mujer rompió de nuevo a reír. Alinger, paciente, prosiguió su explicación.
—Les puede parecer una cantidad excesiva pero a mí me pareció una ganga. Hace poco, en París, Scrimm pagó el triple por el último aliento de Enrico Caruso.
El padre pasó los dedos por el muertoscopio pegado al recipiente identificado como Poe.
—Algunos silencios parecen resonar con sentimientos —dijo Alinger—. Prácticamente se puede sentir cómo tratan de articular una idea. Muchos de quienes han escuchado la última respiración de Poe tienen la sensación, al cabo de un rato, de haber oído una palabra no dicha, la expresión de un deseo muy particular. Escuche y pruebe si lo percibe usted también.
El padre se agachó y cogió los auriculares.
—Esto es ridículo —dijo la madre.
El padre escuchaba con atención y su hijo se colocó a su lado, pegando el cuerpo contra su pierna.
—¿Puedo escuchar yo, papá? —preguntó—. ¿Puedo probar yo?
—Chss —chistó el padre.
Permanecieron todos en silencio salvo la mujer, que murmuraba para sí con expresión de agitado desconcierto.
—Whisky —dijo el padre en voz imperceptible, sólo moviendo los labios.
—Dé la vuelta a la tarjeta con el nombre —dijo Alinger.
El padre levantó la tarjeta de marfil que tenía escrito «POE» en uno de los lados. En el otro se leía «WHISKY».
Se quitó los auriculares y miró el frasco de cristal con expresión solemne.
—Claro. El alcoholismo. Pobre hombre, ya sabe... Cuando estaba en sexto curso me aprendí El cuervo de memoria —dijo el padre—. Y lo recité delante de toda la clase sin equivocarme una sola vez.
—Venga ya —dijo la mujer—. Es un truco. Seguramente hay un altavoz escondido debajo del frasco y lo que se oye es una grabación, alguien susurrando «whisky».
—Yo no he oído ningún susurro —dijo el padre—. Simplemente tuve un pensamiento, como una voz en mi cabeza que sonaba... decepcionada.
—Eso es que el volumen está muy bajo —insistió la mujer—. De manera que es todo subliminal, como en los anuncios.
El niño se colocó el auricular para ver si no—oía lo mismo que su padre.
—¿Son todos gente famosa? —preguntó el padre. Sus rasgos eran pálidos aunque había pequeñas manchas rojas en las mejillas, como si tuviera fiebre.
—No todos —contestó Alinger—. He embotellado los últimos suspiros de licenciados universitarios, burócratas, críticos literarios... un variado repertorio de gente anónima. Uno de los silencios más exquisitos de mi colección es el de un conserje.
—Carrie Mayfield —leyó la mujer en una tarjeta delante de un frasco alto y polvoriento—. ¿Es ella uno de sus donantes anónimos? Ama de casa, seguro.
—No —contestó Alinger—. No tengo ninguna ama de casa en mi colección, todavía. Carrie Mayfield fue una joven Miss Florida, extremadamente bella, que iba camino de Nueva York con sus padres y su prometido a posar para la portada de una revista femenina, su gran debut. Sólo que su avión se estrelló en los Everglades. Hubo muchas víctimas, fue un accidente aéreo muy famoso. Carrie, sin embargo, sobrevivió... por un tiempo. Al salir del avión estrellado le salpicó combustible ardiendo y le quemó el ochenta por ciento del cuerpo. Se quedó afónica pidiendo ayuda. Estuvo en cuidados intensivos poco más de una semana. Yo entonces ejercía de profesor y llevé a mis estudiantes para que la observaran, como curiosidad. Por entonces era poco frecuente ver a alguien con semejantes quemaduras y aún con vida. Con tanta superficie de su cuerpo quemada. Había partes de su cuerpo que se habían fundido con otras. Por fortuna llevaba conmigo mi aspirador, ya que murió mientras la examinábamos.
—Ésa es la cosa más horrible que he oído en mi vida —dijo la mujer—. ¿Qué me dice de sus padres, de su prometido?
—Murieron en el accidente. Calcinados delante de ella. No estoy seguro de si se llegaron a recuperar sus cuerpos. Los caimanes...
—No me creo una sola palabra de lo que dice. No me creo nada de este sitio. Y no me importa decir que me parece una forma bastante estúpida de sacarle el dinero a la gente.
—Cariño... —empezó a decir el padre.
—Supongo que recordará que no les hemos cobrado —dijo Alinger—. La entrada es gratuita.
—¡Mira, papá! —El niño gritaba desde el otro extremo de la habitación mientras leía un nombre en una tarjeta—. ¡Es el hombre que escribió James y el melocotón gigante!
Alinger se volvió hacia él dispuesto a describir la pieza cuando por el rabillo del ojo vio moverse a la mujer y se interrumpió para dirigirse a ella.
—Yo escucharía antes los otros —dijo, mientras la mujer se llevaba los auriculares a los oídos—. A algunas personas no les resulta agradable lo que se oye en el frasco de Carrie Mayfield.
Ella lo ignoró, se colocó los auriculares y escuchó con los labios fruncidos. Alinger entrelazó las manos y se inclinó hacia ella atento a su reacción.
Entonces, de manera súbita, la mujer dio un paso atrás y con un gesto abrupto empujó el frasco hasta casi tirarlo al suelo, lo cual hizo sufrir bastante a Alinger por unos instantes. Se apresuró a sujetarlo para evitar que cayera al suelo. La mujer se quitó los auriculares con repentina torpeza.
—Roald Dahl —decía el padre posando una mano en el hombro de su hijo y admirando el frasco que éste había descubierto—. Vaya, vaya. Le interesan los escritores, ¿eh?
—No me gusta este sitio —dijo la mujer. Tenía la mirada vidriosa y fija en el frasco que contenía el último aliento de Carrie Mayfield, pero no lo veía. Tragó saliva ruidosamente, llevándose una mano a la garganta.
—Cariño —dijo—, quiero irme.
—Pero, mamá —protestó el niño.
—Me gustaría que firmaran en mi libro de visitas —dijo Alinger, y los condujo de vuelta al guardarropa.
El padre se mostraba solícito, tocando a su mujer en el hombro y mirándola con ojos tiernos y preocupados.
—¿No podrías esperarnos un ratito en el coche? A Tom y a mí nos gustaría quedarnos un poco más.
—Quiero que nos marchemos ahora mismo —dijo la mujer con voz neutra y distante—. Los tres.
El padre la ayudó a ponerse el abrigo. El niño se metió las manos en los bolsillos y con gesto enfadado dio una patada a un viejo maletín de médico que había junto al paragüero. Entonces se dio cuenta de lo que había hecho y, sin mostrar atisbo alguno de estar avergonzado, lo abrió en busca del aspirador. La mujer se enfundó sus guantes de cabritillo con mucho cuidado, metiendo bien cada dedo. Parecía perdida en sus pensamientos, de modo que los demás se sorprendieron cuando de repente pareció espabilarse, se giró y fijó la vista en Alinger.
—Es usted horrible —le dijo—. Igual que un profanador de tumbas.
Alinger juntó las manos y la miró con aire comprensivo. Llevaba años enseñando su colección y estaba acostumbrado a toda clase de reacciones.
—Vamos, cariño —dijo el marido—. Hay que tener un poco de perspectiva.
—Me voy al coche —replicó ella bajando la cabeza y encorvando los hombros.
—Espera —dijo el marido—. Espéranos.
No tenía el abrigo puesto; tampoco el niño, que estaba de rodillas con el maletín abierto y pasando las yemas de los dedos por el aspirador, un aparato que parecía un termo de acero inoxidable con tubos de goma y una máscara de plástico en un extremo.
La mujer no llegó a oír a su marido; se dio la vuelta y salió dejando la puerta abierta. Bajó los empinados escalones de granito hasta la acera, siempre con los ojos fijos en el suelo. Caminaba como una sonámbula, sin levantar la vista y directamente hacia el coche, aparcado al otro lado de la calle.
Alinger se disponía a coger el libro de visitas —pensaba que tal vez el hombre sí accedería a firmar— cuando escuchó el chirrido de los frenos y el crujido metálico, como si el coche se hubiera empotrado en un árbol, sólo que no necesitaba mirar para saber que no era un árbol en lo que se había empotrado.
El padre gritó una vez, y otra más, y Alinger se volvió justo a tiempo para bajar las escaleras a trompicones. Un Cadillac negro estaba atravesado en la calzada y de los costados de su arrugado capó salía humo. La puerta del conductor estaba abierta y éste se encontraba de pie en la carretera, con un sombrero de fieltro ladeado sobre la cabeza.
Aunque los oídos le zumbaban, Alinger le oyó:
—Ni siquiera miró. Fue directa al coche. Por Dios, ¿qué se supone que tenía que hacer yo?
El padre no le escuchaba. Estaba en la calle, arrodillado y sujetando a su mujer entre sus brazos. El niño seguía en el guardarropa, con el chaquetón a medio poner y mirando hacia la calle. Una vena hinchada le latía con fuerza en la frente.
—¡Doctor! —gritó el padre—. ¡Doctor, por favor! —repitió mirando a Alinger.
Éste se detuvo para coger su abrigo de la percha donde estaba colgado. Era marzo, hacía viento y no quería coger un resfriado. Desde luego no había llegado a los ochenta años de edad siendo descuidado o haciendo las cosas de forma apresurada. Le dio al niño unos golpecitos en la cabeza al pasar junto a él, pero no había llegado a la mitad de los escalones cuando éste le llamó.
—Doctor —balbuceó el niño. Y Alinger se volvió para mirarlo.
El niño le alargó su maletín, todavía abierto.
—Su maletín —dijo el niño—. Puede que necesite algo de dentro.
Alinger sonrió, afectuoso, subió de nuevo las escaleras y cogió el maletín que los fríos dedos del niño sujetaban.
—Gracias. Sí, es posible que necesite algo.
FIN
Del libro "Fantasmas"(2005)
Uno de mis escritores favoritos de terror, hace tiempo que leí esta historia, cuando publicó Fantasmas en España. Gran elección^^
ResponderEliminar¡Un saludo!